La Iglesia, en un punto de inflexión
La imagen de una celebración religiosa que movilizó, en primera fila, a algunas figuras de nuestra vida pública de reputación más que dudosa o procesadas por delitos varios, que ni siquiera pueden justificar su patrimonio, ha suscitado la desazón de numerosos fieles que consideramos que, de esta manera, la necesaria labor de la Iglesia en favor de los sectores más vulnerables se ve teñida de intenciones en las que no debería para nada inmiscuirse. Por lo demás, la noticia ha ocupado las primeras planas de los medios y se ha convertido en motivo de debate, sea entre creyentes o no creyentes, por cuanto no se trata solo de una cuestión confesional, sino política, que, por consiguiente, nos atañe a todos en calidad de ciudadanos.
Es muy cierto que cualquier pastor puede opinar sobre asuntos políticos. Más aún, se diría que debe hacerlo cuando, por ejemplo, está en juego la libertad frente a la opresión, o cuando la corrupción, como ocurre en nuestro país, se ha naturalizado a extremos tales que un delito económico o una conducta claramente mafiosa pueden convertir a sus responsables en perseguidos políticos en la imaginación de quienes descreen de toda justicia que no sea manipulable. Si la naturaleza objetiva de un delito queda supeditada a la conveniencia política, la Justicia se vuelve un apéndice de la República, quedando esta a su vez reducida meramente a un nombre. Por eso mismo, resulta cuando menos ingenuo promover determinadas presencias en la liturgia pensando que la opción preferencial por los pobres puede tolerar, sin verse afectada, estas desprolijidades que a la vista de todos han acentuado incluso las divisiones internas de la Iglesia.
Una república con instituciones sólidas es algo muy distinto de una democracia mayoritaria que se impone a fuerza de "aprietes" y tiende a liquidar políticamente a las minorías. Por eso, al ciudadano que se considera a sí mismo como parte de la grey, esta nueva irrupción de la síntesis histórica Iglesia/sindicatos/peronismo y la apuesta redoblada al pueblo católico, en desmedro de la institucionalidad y el pluralismo, lo obliga a recordar que la defensa de la dignidad humana nada tiene que ver con el proselitismo, la existencia de un Estado "prebendista", la promoción del clientelismo ni, por supuesto, con una teoría y práctica verticalistas que en absoluto contribuyen a cimentar el gobierno de la ley, sino la demagogia y la transgresión permanente.
Recurrir al consabido argumento sobre la separación de esferas entre la Iglesia y el Estado (ámbito este último donde no cabe la certidumbre moral incontestable) es una opción al alcance de la mano que nos permite cuestionar la confusión de roles que supondría, por caso, una virtual alianza eclesiástico-sindical, no solamente en las presentes y delicadas circunstancias de nuestro país, sino en cualesquiera otras. El lugar que a la Iglesia le ha sido reservado por siglos se resiente, verdaderamente, con la vecindad de ciertos espacios de poder que, más allá de su incidencia discursiva, conspirativa y destituyente, erosionan el porvenir mismo de una institución que se granjea de este modo, sin necesidad, el descontento de muchos.
A este respecto, viene a cuento una referencia del autor de La democracia en América, Alexis de Tocqueville, quien, al señalar de qué manera la religión, al mezclarse con los intereses de este mundo, se ve a menudo llevada a defender a aliados no deseables, afirmaba: "Mientras una religión base su fuerza en los sentimientos, los instintos y las pasiones que se repiten con exactitud en todas las épocas de la historia, puede desafiar los estragos del tiempo, o al menos no puede ser destruida más que por otra religión. Pero cuando la religión pretende apoyarse en los intereses de este mundo, se vuelve casi tan frágil como todos los poderes de la Tierra. Sola, puede esperar la inmortalidad; aliada a poderes efímeros, se une a su destino y a menudo cae junto con las fugaces pasiones que los sostienen".
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