La Iglesia, el peronismo y el arzobispo villero
Si Perón se levantara de la tumba y viera que el Papa es un cura argentino, cercano en su juventud, para más datos, a Guardia de Hierro, no hay duda de que se estremecería. Tal vez disimularía su perplejidad inicial asegurando que, igual que la Tercera Guerra Mundial, él esto ya lo había previsto. Pero el sacudón más fuerte le llegaría unos segundos después al enterarse de que, con el peronismo en baja, sin candidato, a punto de perder el poder en elecciones libres, el papa argentino designó arzobispo de Buenos Aires, primado de la Argentina, a un peronista explícito. Algo por completo inédito, motivo de convulsión para una parte de la feligresía y la Curia local, donde la noticia está siendo metabolizada ahora mismo con alborotos de matriz ideológica que se ventilan con cuentagotas. Al revés del dicho, los quejosos, algunos de ellos remanentes del antiperonismo furibundo, evidentemente son menos papistas que el papa.
Claro que Jorge García Cuerva, obispo villero ascendido a arzobispo, es muchas más cosas que peronista. Un intelectual, un académico, abogado, teólogo, un teórico al que le sobra calle. O mejor dicho, le sobra villa. Alguien muy relacionado con las barriadas populares y a la vez con la dirigencia política, amigo del pontífice, también un pastor austero. Sin embargo, es su condición de peronista, máxima originalidad visto su destino, lo que prevalece en su rica configuración. Prevalencia que se debe al contexto histórico, no a matices individuales.
Sobre la adscripción peronista de García Cuerva no hay que buscar un carnet de afiliación. Es más sencillo repasar algunas de sus homilías, tarea a la que hoy YouTube incita, y escuchar cuando les habla a “los compañeros y compañeras cartoneros”, o cuando dice: “estoy seguro que alguna vez todos dijimos yo quiero ser peronista, yo me juego por esta idea (…) hoy les propongo que lo volvamos a vivir juntos haciendo memoria de aquel primer momento”. Para respaldar los conceptos de paz y unidad de su tarea pastoral, monseñor García Cuerva apeló en alguna misa a un pensador, dirán devotos ingenuos, gandhiano: Perón. Obviamente escogió una cita del general sobre el amor, no la proclama incendiaria, luego sintetizada como ecuación dogmática por los Montoneros, de que por cada uno de los nuestros caerán cinco de ellos. Tampoco la autorización para darles “leña” a los “contreras”.
Otro método de aproximación al nuevo arzobispo consiste en leer sus denuestos a la meritocracia y compararlos con discursos no tan antiguos de Alberto Fernández o de Cristina Kirchner para ver si se les consigue encontrar alguna diferencia.
La Iglesia, es sabido, tuvo prominencia en la política argentina desde siempre. Un breve, quizás recortado resumen de estampas tal vez haría tedioso retroceder hasta la época en la que la Iglesia apoyó a Rosas y quedó subordinada a él, tiempos en los que el rojo punzó se volvió obligatorio en la decoración de los altares junto con los retratos del Restaurador. Una vez que en la Constitución de 1853 se dejó asentado que el gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico romano y luego de que Roca abolió la instrucción religiosa en las escuelas públicas, vinieron décadas de paz, podría decirse, hasta la Revolución del 43. El golpe de 1930 no alteró la serenidad.
Cuando el coronel Perón inició su carrera política, la dictadura de los generales Ramírez y Farrell, de la cual él era materia gris, se empeñó en obtener el apoyo político de la Iglesia. Al análisis de ese período está dedicado el extraordinario libro Perón y el mito de la Nación católica; Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo 1943-1946, de Loris Zanatta.
Se generó entonces un trascendente alineamiento, que en la década siguiente, la del cincuenta, cambiaría bruscamente de signo y produciría la más estruendosa pelea de un gobierno con la Iglesia que haya habido.
Por decreto del 31 de diciembre de 1943 se restableció la enseñanza religiosa en las escuelas. “Estamos complacidos con este reconocimiento de los derechos de la Iglesia”, agradecía el papa Pío XII, mientras se desplegaba en la calle la eficaz campaña “Braden o Perón”. Una carta pastoral previa a las elecciones de 1946 daba instrucciones para votantes. “Ningún católico puede afiliarse a partidos políticos ni votar por candidatos que incluyan en sus programas: la separación de la Iglesia y el Estado, la revocación de las estipulaciones legales que reconocen los derechos de la religión, la educación laica o la legalización del divorcio”. Eran casualmente los cuatro puntos que promovía la Unión Democrática en su plataforma. Los católicos debían votar por Perón.
Dado que Perón le ganó a la Unión Democrática por 280.806 votos, muchos historiadores llevan décadas preguntándose cuán determinante habrá sido el voto católico en el nacimiento del peronismo. Perón no perdía ocasión de hablar sobre la similitud entre el justicialismo y la doctrina social de la Iglesia, nada que lo inhibiera para escalar un conflicto que le acarrearía la excomunión. Detonó con el discurso de fines de 1954, en Olivos, ante los gobernadores, dirigentes de su partido y líderes sindicales, cuando denunció a sectores de la Iglesia como sus virtuales enemigos.
“Es bastante difícil saber por qué lo hizo. Personalmente pienso que fue un problema de omnipotencia –escribió Félix Luna-. Perón tenía todo (…) Controlaba el mundo obrero, el empresario, el periodístico, las Fuerzas Armadas, la educación. En algún lado tenía que haber algo que no respondiera en forma tan absoluta a su política. Ese algo era la Iglesia, que por su misma naturaleza no podía comprometerse con una política determinada, aunque muchos de sus miembros estuvieran agradecidos a Perón por la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas y otras actitudes favorables al catolicismo que había tenido a lo largo de su gobierno”.
Perón denunció a curas “contreras” y la policía no tardó en detener a algunos de ellos. Los diarios del gobierno se emparejaron con un tono furiosamente anticlerical. La Iglesia reaccionó –el 8 de diciembre la Inmaculada Concepción de la Virgen dio lugar a una multitudinaria manifestación- y Perón respondió a su vez con medidas rotundas que fastidiarían más a la Iglesia: derogó la enseñanza religiosa obligatoria, autorizó la apertura de prostíbulos, retiró subsidios a institutos de enseñanzas religiosos y mandó al Congreso una ley de divorcio. Este clima desencadenó severos conflictos de conciencia en muchos devotos católicos peronistas. El caso más conocido es el del por entonces muy joven Antonio Cafiero, quien renunció como ministro de Comercio Exterior tras decirle a Perón que primero era católico, después peronista.
En 1955 la procesión de Corpus Christi, que debido a un cambio de fecha había sido prohibida fuera de la Catedral por el gobierno, resultó una marcha política de protesta desde Plaza de Mayo hasta el Congreso. En el Congreso se produjo el famoso episodio de la supuesta quema de la bandera argentina que el gobierno le endosó a la oposición. En realidad, la bandera había sido quemada en una comisaría para luego exhibírsela, chamuscada, como prueba de traición a la patria. Por decreto, los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa, ambos ciudadanos argentinos, fueron “deportados”. La reacción del Vaticano, el 16 de junio, consistió en excomulgar a los responsables de la expulsión del obispo Tato.
Eso fue el mismo día del brutal bombardeo de Plaza de Mayo por la aviación naval. Algunos de cuyos aviones tenían pintada una cruz envuelta por una letra V, el signo de “Cristo vence”.
Después de la matanza de más de 300 personas por el bombardeo, la misma noche del 16 de junio grupos peronistas organizados llevaron a cabo las quemas y saqueos de iglesias. Tres meses después, Perón, quien al enfrentarse con la Iglesia había unido a sus enemigos políticos, fue derrocado.
Perón, quien en algunos períodos se exhibía como fervoroso católico aunque no lo era, siguió entrelazado con el mundo eclesiástico. En 1961, comienzos de su exilio madrileño, a los 66 años se casó con Isabel Martínez, su secretaria, de 30, a quien once años después iba a dejar como presidenta de la Argentina. Fue una ceremonia secreta, debida a que en la España católica de Franco el concubinato estaba mal visto y se lo habían hecho saber al expresidente con insistencia. Poco después, por gestiones de Jorge Antonio y Raul Matera ante el papa Juan XXIII, un obispo le llevó a Perón una copia del decreto del Vaticano que levantaba su excomunión. Eso, dice Joseph Page en la biografía del general, lo dejó constitucionalmente apto para ejercer la primera magistratura de la Argentina, a la que volvería en 1973.
Más allá del peso que llegaron a adquirir los sacerdotes tercemundistas en los setenta, la cúpula de la Iglesia de predominio conservador fue una constante, tal vez hoy un rasgo más conocido por el controvertido papel que tuvo durante la última dictadura que por los extremos recorridos durante el primer peronismo.
A la luz de estos antecedentes históricos, monseñor García Cuerva, quien probablemente llegue a cardenal y a presidente de la Conferencia Episcopal, administrará, si cabe el verbo, su simpatía por el peronismo.
Es muy posible que en duración supere en el arzobispado al papa Francisco. Alcanzará la edad del retiro dentro de veinte años, es decir, en 2043 (el único que estuvo más tiempo fue Santiago Copello, 23 años).
Sólo Dios sabe de longevidades, dirá el arzobispo villero. Incluida, desde luego, la del peronismo.