La Iglesia argentina, madre del papa Francisco
El catolicismo fue uno de los factores que modelaron la identidad del país, uno de los pocos en la región que no separaron la Iglesia del Estado. De esta matriz se nutrió la concepción de Bergoglio como obispo, a la vez pastoral y política
Amén de sus ideas políticas y su pasión sanlorencista, Jorge Bergoglio es hijo de una Iglesia, la argentina, dotada de ciertas particularidades que la distinguen de otras del continente y que no han dejado de influir en sus concepciones y en su estilo pastoral. Recordar algunos momentos clave de la historia de la Iglesia argentina, aunque más no sea rápidamente, puede ayudarnos a comprender algunas de sus elecciones y actitudes.
Partamos de una pregunta: ¿por qué la Argentina se cuenta entre los poquísimos países latinoamericanos que no separaron la Iglesia del Estado? Quienes consideran que la modernidad va acompañada necesariamente de la separación de las esferas sagradas y profanas podrían mostrarse sorprendidos: la Argentina, que figura entre los países más modernos del continente, jamás se decidió a dar ese paso trascendental. Si recurrimos a la historia, notaremos la extrema violencia que asumieron las relaciones Iglesia-Estado en México y Colombia, donde derivaron en verdaderas guerras civiles. Veremos también que, sin llegar a tanto, en otros países adquirieron gran virulencia, como en los de América Central. Si nos limitamos al Cono Sur, veremos que Brasil optó por la separación en 1890, Uruguay en 1919 y Chile –con la anuencia de un sector de la jerarquía episcopal– en 1925.
En la Argentina no faltaron voces que reclamaron la separación, pero nunca lograron imponerse. Es difícil encontrar una única razón que explique esa singularidad. Pero es útil recordar que mientras los liberales mexicanos –por ejemplo– veían en la Iglesia un obstáculo para el desarrollo, a causa sobre todo de sus cuantiosas propiedades rurales, los argentinos la vieron de otro modo. Aquí la Iglesia nunca había detentado grandes riquezas, sobraban las tierras y el problema de las elites era muy distinto: cómo pacificar a un país lacerado por las guerras civiles, cómo gobernar una sociedad que juzgaban obstinadamente díscola. Es el problema que se pone Alberdi en las Bases, por dar un ejemplo harto conocido. Por eso, para "pacificar el país", para inocular en sus habitantes "hábitos de laboriosidad" y hacer de ellos verdaderos ciudadanos, se apeló recurrentemente a la Iglesia.
En ese contexto, las "leyes laicas" de la década de 1880 –educación laica, registro y matrimonio civiles– son casi anecdóticas: constituyen el mínimo indispensable de laicidad que requerían la construcción del Estado y la creciente diversificación de la población a causa de la inmigración.
Más aún: esa diversificación tendió a consolidar la unión. En su abrumadora mayoría los inmigrantes eran católicos. Hablaban distintas lenguas, provenían de diferentes culturas, pero tenían en común, entre sí y con la población nativa, la fe religiosa. Cuando a fines del siglo XIX empezó a temerse la acción de los "maximalistas" y se conocieron las huelgas y los atentados, las razones para estrechar vínculos con la Iglesia se fortalecieron ulteriormente. Gobernaba entonces la Iglesia León XIII, que sin abandonar el antiliberalismo de su predecesor Pío IX había, sin embargo, optado por una política más propositiva. La doctrina social de la Iglesia hablaba de armonía entre las clases, condenaba el "maximalismo", proponía la mediación del Estado en los conflictos y la organización de gremios de patrones y trabajadores.
Todos esos factores permitieron que en la Argentina del siglo XX el catolicismo ocupara un lugar entre las instituciones destinadas a construir la ciudadanía y a modelar la identidad nacional, junto a la escuela, el servicio militar y el voto obligatorio. Por otra parte, la Argentina suscitaba simpatías en el Vaticano: las relaciones Iglesia-Estado eran relativamente armónicas, la Iglesia daba abundantes muestras de su fidelidad a Roma y su jerarquía incluía una alta proporción de italianos.
Tras la Primera Guerra Mundial, con la crisis del liberalismo y del capitalismo, el catolicismo se fortaleció como alternativa. Son conocidos el acercamiento del presidente Justo a la Iglesia y el clima triunfalista que acompañó al Congreso Eucarístico Internacional de 1934. Al año siguiente, monseñor Copello se convertía en el primer cardenal hispanoamericano (hoy otro argentino, también de ascendencia italiana, es el primer papa americano).
Es sabido también que el nacionalismo católico del período de entreguerras constituyó uno de los componentes ideológicos del golpe de Estado del 4 de junio de 1943, que abrió las puertas de la política al entonces coronel Perón.
El historiador católico Cayetano Bruno expresó en el título de uno de sus libros una idea muy arraigada en nuestro país: "la Argentina nació católica". A lo largo del siglo XX, esa idea fue proclamada en los púlpitos, en libros de historia, en actos escolares y en desfiles militares. Si la Argentina nació católica, el primer corolario es que para ser fiel a esa identidad debe conservarse así. El segundo es que lo que atente contra el catolicismo atenta contra la nación y viceversa. El arraigo de esta concepción condujo a la identificación entre los destinos de la nación y los de la Iglesia, y permitió que el episcopado ocupara un lugar prominente en la vida política. El conflicto entre Iglesia y peronismo, que derivó en los hechos de violencia del 16 de junio de 1955, cuenta entre sus múltiples causas la renuencia de Perón a reconocer a la Iglesia ese lugar que los obispos consideraban natural.
Luego de 1955, la debilidad del sistema político –herido en su legitimidad por la proscripción del peronismo–, las confrontaciones ideológicas de la Guerra Fría y la Revolución Cubana suscitaron nuevas violencias. A todo eso se sumó el estallido que vivió el catolicismo tras el Concilio Vaticano II (1962-1965), que en América latina adquirió connotaciones particulares. Mientras para unos se trataba de reformar la liturgia y modificar algunas formas de la pastoral, para otros el Concilio obligaba al compromiso con la lucha revolucionaria. En la Argentina ambos sectores compartían, por regla general, la idea de que la verdadera identidad nacional incluía en su información genética al catolicismo: el "pueblo" era católico y el liberalismo y el marxismo eran "foráneos". Esa idea antigua permitió, entre otras cosas, que amplios sectores católicos hicieran las paces con el peronismo: el pueblo era peronista y el peronismo, además de proclamarse cristiano, era lo suficientemente ambiguo como para albergar energías revolucionarias y voluntades conservadoras bajo un mismo paraguas nacionalista. Por otra parte, la debilidad del sistema político fortaleció después el poder del episcopado, que frente a las carencias de legitimidad política se habituó a proporcionar o denegar legitimidad religiosa.
Todo esto ayuda a entender a la Iglesia en que se formó Francisco, animada por particulares concepciones sobre la identidad nacional, sobre las relaciones Iglesia-Estado y sobre el lugar que –a su juicio por derecho– le corresponde ocupar a la jerarquía episcopal en la vida pública. La sensibilidad de Bergoglio por la pobreza, su estilo de vida sencillo y austero, su costumbre de mezclarse con los pasajeros del subte, pero también su concepción de su función como obispo, a la vez pastoral y política, se comprenden mejor a la luz de esa historia.
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