La idea de lo razonable
La razón es cómoda. Se solaza en sus logros y los cristaliza para descansar en ellos el mayor tiempo posible. A lo largo de las épocas, gracias a los preceptos imperantes de la razón, el hombre ha venido convenciéndose de su superioridad como especie y de su progreso histórico constante y lineal, sin advertir que, si por la sola razón fuese, permaneceríamos estancados en un presente inmutable.
La misma razón que antes se atrincheró en la religión y luego en la ciencia, hoy lo hace en la técnica y el consumo. Esta nueva trinchera resulta ser mucho más mullida que las anteriores. Y tentadora. Quizá porque, además, ha sido cavada como ninguna otra en nombre de la idea de libertad. Poco importa que sea una libertad narcotizada en el éxtasis del consumo. Tenemos medicina de avanzada, celulares multiuso, LCD para todos, y esto como fácticas consumaciones de la libertad en todos los planos. Paradójicamente, la mayoría de esos planos recaen en el más ciego materialismo, mientras nos hundimos en una paradox of choice: qué comprar, cómo, cuándo y dónde. Occidente parecería haber encontrado, al fin, el modo de garantizar la larga supervivencia de un imperio.
Por otra parte, poco importa que esta nueva fosa albergue a tan sólo un quinto de la población mundial; lo que cuenta es que ese quinto sea el que esté en capacidad de definir y defender lo que entendemos por razonable.
Pocos parecen estar dispuestos a problematizar este último y ya extenso descanso de la razón. Y es que quizá lo que debería ser sometido a crítica en primer lugar es la idea misma del "ser razonable". George Bernard Shaw lo dijo con claridad: "El hombre razonable se adapta al mundo; el irrazonable intenta adaptar el mundo a sí mismo. Así pues, el progreso depende del hombre irrazonable".
Hoy sería oportuno ser irrazonables con la razón del mundo. Es triste ver que nuestra sociedad se parece a aquel Regente de Luis XV de quien se decía que tenía todos los talentos, menos el talento para poder usarlos. De la misma manera, nosotros hemos logrado los avances médicos más sorprendentes, pero miles de niños mueren a diario de diarrea. Estamos hartos de riquezas, pero nos abruma la pobreza creciente. Alcanzamos altos conocimientos, pero en medio de la ignorancia más supina. Conquistamos derechos, pero desatendemos nuestras responsabilidades.
Recientemente, este diario publicó la historia de padres somalíes que, para escapar de la sequía y la consecuente hambruna que afecta a su país, se ven obligados a cruzar desiertos brutales dejando a sus hijos moribundos en el camino, en procura de una subsistencia que nadie asegura sea mejor que la misma muerte. Lejos de replegarse, esa ignominia crece y nos hiere cada día más: a la fecha ya son 750.000 somalíes –la mayoría de ellos niños– los que podrían contar con escasos cuatro meses antes de exhalar sus últimos suspiros. ¿Hacia dónde mira el mundo? ¿Qué dice nuestra razón de esta locura? ¿Qué justificación encuentra el 0,9% de la población mundial que concentra el 39% de las riquezas globales?
Muchos jóvenes venimos trabajando en la instauración de un desarrollo sostenible, que conjugue las cuestiones sociales, económicas y ambientales. Creemos que es en esta interdependencia de factores donde se encuentra la solución a los desafíos humanitarios que arrastra nuestra civilización. Pero entendemos también que si el nuevo planteo es conducido desde el mismo nivel de conciencia que facilitó el surgimiento de los problemas que afrontamos, el esfuerzo no conocerá el éxito.
Se requiere de un cambio conceptual. Se requiere de la penetración de lo irrazonable en la razón imperante del mundo. Si no logramos consumarlo nosotros, debemos al menos introducir la sospecha, abrir los canales y abonar el suelo para que las próximas generaciones realicen el cambio.
Cuando se transita el difícil camino del desarrollo sostenible, en momentos de desánimo se alza a menudo la pregunta consabida: qué mundo queremos dejarles a nuestros hijos. Es un paralogismo. El mundo no cambiará al hombre.
Tal vez sea momento de expresar la inquietud de manera inversa, y preguntarnos, entonces, qué clase de hijos queremos dejarle a nuestro mundo.
© La Nacion
El autor, licenciado en Ciencia Política, es coordinador del Movimiento Agua y Juventud.
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