La huella prefijada de los algoritmos
Proliferan los libros y los artículos sobre la inteligencia artificial. Los hay optimistas y los hay críticos. Que se haya convertido en un tema de debate no es raro. Hoy no hay asunto más relevante que el nuevo mundo que, sin pausa y en silencio, están configurando los algoritmos. De lo privado a lo público, lo afectan todo. Los críticos alertan sobre una posible deshumanización, una simbiosis entre lo real y lo artificial, entre hombre y robot. Se trazan futuros distópicos. Yo creo que la revolución digital ya cambió radicalmente nuestro ecosistema. Nada es igual. Tanto aceleró la vida que ya ni tiempo tenemos para identificar y evaluar esos cambios, ocupados como estamos, aun los más reticentes, en no perder un tren que viaja a toda velocidad y siempre adelante, fuera de nuestro alcance.
La gran discusión sobre el futuro me excede. Pero con el presente tengo bastante. Los efectos de la lógica digital derramados sobre la esfera de lo real se perciben en el deterioro de las democracias, por ejemplo. Y puedo dar testimonio de los cambios que la revolución digital y su lógica producen en mí y en mi relación con el entorno, ya sea un paisaje, un libro o mis semejantes.
Tomemos los libros, una constante en mi vida. ¿Podría leer hoy un libro maravilloso y exigente como El Danubio, de Claudio Magris, tal como lo leí en los años 90? Leer exige concentración y foco, y mis neuronas, irremediablemente conectadas a la frenética mente colectiva de la web, son más proclives a la dispersión. Leer también supone cierta capacidad de ensimismamiento, ejercicio casi imposible con un celular cerca. Me faltaría además el tiempo físico para encarar un libro así. Porque la virtualidad, al contrario de lo que prometía, multiplicó las demandas laborales y la exigencia de productividad, incluso para los que trabajamos con el pico y la pala de la palabra. Un efecto negativo dentro de la bienvenida democratización que produjo internet es que la virtualidad pide cantidad, no calidad.
Veo al ChatGPT como un Google potenciado. Claro, ofrece lo que se le pide envuelto en el envase del lenguaje dialogal, entonces tendemos a humanizar los algoritmos. Buen truco, darle a “la máquina” uno de los atributos esenciales del ser humano. Lo que sigue es atribuirle una inteligencia. Y hasta creatividad. Sin embargo, lo que hacen los algoritmos ante cada consulta es activar hipervínculos de acuerdo a jerarquías automatizadas y darle al resultado de esas conexiones una forma dialogal. No dejan de ser datos reunidos de acuerdo a un criterio estadístico.
Ese camino prefijado de los algoritmos me preocupa. Como los chats inteligentes tienen respuesta para todo, y todo lo facilitan, el boom de su uso está garantizado. Yo mismo aprovecho los algoritmos en Spotify, por ejemplo. Siguiendo la ruta de las “sugerencias” hechas a partir de lo que suelo escuchar, he dado con discos, músicos y compositores que me gustan mucho, verdaderos descubrimientos. Cada uno de ellos lleva al siguiente y me sucede que no me detengo lo suficiente en ninguno, pero eso es culpa mía. En mi defensa, diría que ningún chico al que dejan suelto y solo en un maxi kiosco se resiste a atiborrarse de golosinas hasta el empacho.
Lo que pierdo, lo que extraño, es la experiencia de la búsqueda, anulada en estos casos por el hecho de encontrar sin antes haber buscado. Me explico con un ejemplo: me gustaba, de joven, recorrer las librerías de la calle Corrientes sin ánimo de hallar ningún título en particular, sino dispuesto a que esa deriva me condujera hacia esos saldos olvidados que quizá estuvieran destinados al lector que entonces era. Podía volver a casa con uno, dos o tres libros. Lo importante es que la cosecha era el resultado de haber estado abierto al encuentro imprevisto, movido solo por mi propia intuición. Era mi viaje. Y tal vez disfrutara más la búsqueda que los mismos libros. Esta es la cuestión: al darnos todo servido, al obtener lo que queremos con solo un clic, al privilegiar la eficiencia, la virtualidad nos priva de la experiencia, que es mucho más que el medio para obtener un fin. El escritor suizo Max Frisch, autor de Homo Faber, definió a la tecnología como “el truco que consiste en organizar el mundo de modo que no tengamos que experimentarlo”.
Caminante no hay camino, decía Machado y cantaba Serrat. El día que esto deje de ser así, estaremos en problemas. Abrir camino es andar por lo intransitado. Y tengo para mí, al menos hasta que alguien me demuestre lo contrario, que los chats inteligentes devuelven al usuario a la huella ya trazada, dado que solo regurgitan lo que hay, y eso es confinar la interpretación de lo real dentro de los límites de lo ya dicho y escrito. La posibilidad de futuro supone el albur de algo nuevo, inédito, inesperado, creativo. Eso surge de la experiencia directa del mundo. En la medida en que la virtualidad avance sobre la experiencia, en términos de Frisch, me temo que el futuro corre peligro.