La huella macabra del siglo XX
Se calcula que entre tres y cuatro millones de personas murieron en el campo de concentración, considerado como la capital del exterminio del régimen nazi. Entre sus víctimas estuvo el sacerdote franciscano polaco Maximiliano Kolbe, canonizado en 1982.
EN la tarde del 27 de enero de 1995, mi mujer y yo nos encontrábamos en Roma cuando una sucesión de casualidades nos puso en contacto directo con uno de los mayores dramas del siglo XX. Recorriendo la ciudad, hallamos una iglesia que no conocíamos: la de los Santos Apóstoles, a pasos de Piazza Venezia. Entramos a ver el templo y observé distraídamente que una de las capillas laterales estaba dedicada a San Maximiliano Kolbe. Salimos por una puerta lateral que conduce al claustro de un convento franciscano y, cuando volvimos a la iglesia, con la idea de irnos, vimos que en esa capilla comenzaba una misa. Los asistentes eran veinte o veinticinco, con una característica común: todos superaban ampliamente los 60 años.
Verlos allí, justamente en esa capilla, me hizo recordar lo que había leído en el diario de la mañana: ese día se cumplía el cincuentenario de la liberación de Auschwitz. Maximiliano Kolbe fue un sacerdote franciscano asesinado en el campo y los asistentes a la misa debían de ser sobrevivientes de aquella siniestra máquina de matar. Hablando con ellos pudimos saber que, en efecto, aquellas ancianas y ancianos eran antiguos deportados italianos y algunos polacos que, después de la guerra, se establecieron en Italia. Parte de ellos no eran creyentes, pero habían querido compartir la conmemoración con sus compañeros de infortunio.
Cincuenta años antes, en un helado 27 de enero de 1945, las tropas soviéticas llegaron al campo de concentración nazi de Auschwitz. Allí los recibió una pequeña cantidad de prisioneros que, hacía unas horas, se habían sublevado contra los pocos guardias que quedaban. Durante los nueve días anteriores, los nazis habían trasladado a 30.000 reclusos rumbo al Oeste, en una penosa marcha a pie que costaría la vida a la mayor parte, por la falta de comida y el frío de aquel invierno.
Auschwitz no fue el único campo en la nefasta geografía del racismo y la barbarie nazis, que incluyó, entre muchos nombres, los de Treblinka, Sobibor, Mauthausen, Bergen-Belsen y Buchenwald. Tampoco fue el primero: esa primacía le corresponde a Dachau, inaugurado en 1933, apenas llegó Hitler al poder. Pero Auschwitz fue, de alguna manera, la capital del exterminio. Desde su instalación a comienzos de 1940, su crecimiento fue explosivo. En 1943 llegó a abarcar casi cincuenta campos, agrupados en tres grandes complejos. Allí se desarrollaron en escala industrial el trabajo esclavo y los más crueles experimentos (supuestamente científicos) en personas vivas. Los asesinados se calculan entre tres y cuatro millones de seres humanos, gaseados, apaleados, fusilados o abatidos por el hambre, la fatiga y las penosas condiciones en que los mantenían. El delirio racista hizo que la abrumadora mayoría de los involuntarios habitantes de Auschwitz fueran judíos transportados desde los cuatro rincones de Europa, pero también hubo cientos de miles de prisioneros no judíos de todos los países invadidos.
Al ocupar Polonia en los primeros días de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se dieron a la tarea de sacar de circulación a los individuos que podían servir de aglutinantes a grupos de resistencia o simplemente de preservación del espíritu nacional. Entre ellos, se encontró el padre Maximiliano Kolbe, un franciscano de sólidas formación intelectual y capacidad de organización. Detenido y confinado en un campo de concentración en septiembre de 1939, fue puesto en libertad dos meses después. Volvió al convento que había fundado, cerca de Varsovia, y dio allí refugio a perseguidos judíos y no judíos. En febrero de 1941 la Gestapo volvió a detenerlo y lo internó en la cárcel de Pawiak, de donde sólo salió para ingresar, el 28 de mayo de ese mismo año, en Auschwitz. Allí Kolbe, el prisionero número 16.670, sufrió los trabajos forzados, el hambre y las palizas habituales.
Las reglamentaciones del campo disponían que, si un prisionero escapaba, diez debían morir de hambre, encerrados en un búnker de cemento. Al desaparecer un preso en la barraca de Kolbe, diez víctimas fueron elegidas al azar para morir. Uno de los desdichados, Frantisek Gajowniczek, comenzó a pedir por su vida, lamentándose por su mujer y sus hijos. Kolbe se ofreció a morir en su lugar. El y otros nueve infortunados fueron recluidos en el búnker. Dos semanas más tarde, el 14 de agosto, los oficiales de las SS, que necesitaban la instalación para una nueva matanza colectiva, asesinaron con inyecciones de veneno a los cuatro que aún vivían; uno de ellos era Kolbe. En 1982, la Iglesia Católica proclamó santo a Maximiliano Kolbe, en una ceremonia a la que asistió el ya casi octogenario Gajowniczek, junto con sus hijos y nietos.
La maquinaria asesina del nazismo, lejos de atenuar su ritmo, se aceleró a medida que la guerra se volvía en contra de las armas alemanas. Los campos de concentración, y Auschwitz entre ellos, recibieron desde mayo de 1944 y hasta enero de 1945 nuevos y mayores cargamentos humanos: millones de judíos y gitanos, pueblos condenados al exterminio en masa; prisioneros de guerra soviéticos; resistentes franceses, italianos, belgas, yugoslavos y de todos los países bajo la bota de la Wehrmacht. No antes del 28 de noviembre de 1944, Heinrich Himmler, mano derecha de Hitler y responsable del sistema de los campos de concentración, dio la orden de que en Auschwitz, que ya estaba a sólo 150 kilómetros del frente, se desmantelaran las cámaras de gas y los hornos crematorios.
En las afueras de Roma, a pocos kilómetros de la iglesia de los Santos Apóstoles, se encuentran las Fosas Ardeatinas, donde 332 italianos fueron asesinados por los nazis, como represalia por un atentado. Hoy, las fosas son, a la vez, tumba y monumento de las víctimas. Un lazo indestructible une ese monumento con aquel puñado de ancianos que se reunieron para celebrar el cincuentenario de la liberación de Auschwitz: la determinación humana de luchar contra la opresión y la barbarie.