La hora del tacto, nuestro sentido menos comprendido
Nobel de Medicina: los científicos David Julius y Ardem Patapoutian, distinguidos por su labor sobre los mecanismos mediante los que percibimos la temperatura, el dolor y la presión
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Desde tiempos remotos, el funcionamiento de nuestros sentidos ha despertado gran curiosidad, ya que mediante ellos accedemos al mundo real. Es mucho lo que se ha avanzado en la comprensión de los mecanismos de la visión, de la audición, del olfato y del gusto. Sin embargo, los progresos habían sido menores en lo que respecta al tacto. Si bien se sabe desde hace tiempo que los nervios son los responsables de conducir esos estímulos desde la periferia hacia el sistema nervioso central, donde se procesan, no se conocían los mecanismos íntimos mediante los cuales percibimos, por ejemplo, la temperatura, el dolor y la presión que forman parte de nuestro sentido del tacto, quizás el menos comprendido de los cinco sentidos humanos. Precisamente David Julius y Ardem Patapoutian –los científicos que han “descubierto los receptores para la temperatura y el tacto”, según la citación de la Asamblea del Instituto Karolinska de Estocolmo, Suecia– han sido distinguidos con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de este año. Varios investigadores, cuyos estudios han estado relacionados con los sentidos, recibieron ese galardón a lo largo de su historia, iniciada en 1901.
En oportunidad de otorgarse en España el premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA a comienzos de 2021 a estos mismos investigadores –que en los últimos años han compartido numerosas distinciones de gran prestigio–, Óscar Marín, secretario del jurado que lo otorgó y director del Centro de Trastornos del Neurodesarrollo del King’s College de Londres, resumió muy bien las razones que lo motivaron: “Aunque todavía no hayamos visto aplicaciones prácticas de estos descubrimientos, su potencial es tan enorme que no nos caben dudas de que es un hito transformador que merece ser reconocido. Entender cómo nuestro cuerpo es capaz de percibir los cambios de la temperatura o la presión es conceptualmente tan significativo que sorprende que no lo supiéramos hasta hace tan poco o, mejor dicho, que solo conociéramos la parte del circuito nervioso que procesa esta información, pero no los sensores moleculares que utiliza. Es uno de esos hallazgos en los que resulta difícil intuir todo el alcance que puede llegar a tener en cuanto a aplicaciones, aunque ya se esté trabajando en algunas, como la gestión del dolor crónico y el control de la presión arterial”.
David Julius, nacido en Nueva York, en 1955 –de la Universidad de California en San Francisco–, se propuso identificar en las terminaciones nerviosas de la piel un sensor que respondiera al dolor. Para ello, utilizó la capsaicina, que es el compuesto activo del ají picante, o chile, que provoca sensación de ardor y calor. Al cabo de laboriosos experimentos realizados con sus colaboradores a fines de la década de 1990, logró identificar el gen que codifica el receptor de la capsaicina. Se trata de una proteína ubicada en la superficie de las células que actúa como un canal. Al abrirse en respuesta al estímulo, permite el pasaje de iones de un lado al otro de la membrana celular, lo que genera el impulso eléctrico que se transmite al sistema nervioso central. Esta proteína receptora, denominada TRPV1, no solo es estimulada por la capsaicina, sino también por altas temperaturas y por otros agentes, como, por ejemplo, los compuestos químicos generados por la inflamación. Estos hallazgos iniciales condujeron a la identificación de una familia de canales proteicos similares involucrados en la detección de rangos específicos de irritantes y de temperaturas cálidas y frías, algunos de los cuales están alterados en síndromes de dolor familiar. Esos canales y los genes responsables de su síntesis constituyen en la actualidad objetivos para el desarrollo de nuevos fármacos para controlar el dolor. Julius identificó también el receptor del picante del wasabi –un tipo de mostaza– y comprobó que está implicado en numerosos procesos, desde el ardor ocular que provoca cortar una cebolla hasta la acción del veneno de animales como el escorpión.
Cuando Julius publicó su hallazgo con la capsaicina, en 1997, Ardem Patapoutian –nacido en Beirut en 1967 y que había emigrado a EE.UU. huyendo de la guerra del Líbano en 1986– se graduaba en el California Institute of Technology y comenzaba a trabajar en las bases moleculares de la percepción sensorial. Ya en Scripps Research en La Jolla, California, y utilizando células aisladas sensibles a la presión, en 2010 descubrió junto a su grupo otra familia de canales iónicos a los que denominó piezos, término derivado de píesi, presión en griego. Estos receptores son proteínas que se activan con la fuerza mecánica del estiramiento causado por la presión y que están muy conservadas en todo el reino animal. Son importantes para la detección de la presión que se ejerce sobre los propioceptores de la piel y otros órganos de los mamíferos. Además de resultar esenciales para el tacto, los piezos desempeñan un papel clave en la percepción de la posición del cuerpo, la propiocepción. También son capaces de detectar la presión arterial, ya que están presentes en las terminaciones nerviosas de los vasos sanguíneos y participan en la función de otros órganos, como, por ejemplo, los pulmones. Se los ha involucrado en la generación de numerosos trastornos hereditarios humanos y su descubrimiento permitió comprender la mecanobiología tanto en condiciones normales como patológicas. “Cuando la vejiga urinaria está llena, se activan estos receptores, y también son los que detectan un roce en la piel y una caricia, y avisan que la piel está inflamada tras una quemadura solar”, dice Patapoutian. Su grupo ha descripto la estructura tridimensional de los receptores piezo, lo que ha permitido comprender su funcionamiento mecánico, que es similar al de un hilo elástico que se estira y encoge, convirtiendo los estímulos mecánicos en señales químicas. En la comprensión de ese mecanismo de conversión reside la originalidad de estos hallazgos.
El aislamiento de los receptores mencionados ha hecho posible insertarlos en la membrana de células que carecen de ellos y estudiar muy detalladamente sus respuestas a diferentes estímulos, lo que permitió descubrir nuevas funciones. En palabras de Patapoutian: “Encontrar receptores es como identificar el picaporte de una puerta que lleva a una habitación. La habitación es algo que resulta misterioso para nosotros y que queremos entender. En este caso, la habitación podría ser el dolor, o el tacto, o cualquier cosa. El receptor es como el primer punto de entrada: permite abrir la puerta y comenzar a investigar qué hay dentro de esa habitación”.
Señala Patapoutian: “Comenzamos nuestro trabajo por amor a la ciencia pura, pero resulta interesante comprobar que también estamos descubriendo implicancias médicas inesperadas de nuestra investigación básica en áreas como el dolor, la hipertensión, la aterosclerosis y la osteoporosis. ¿Quién hubiera predicho que, por ejemplo, estos receptores que identificamos podrían estar involucrados en la protección contra la malaria o en la susceptibilidad al exceso de hierro en la sangre? El mensaje general aquí es que debemos apoyar la ciencia básica, la ciencia por la ciencia misma, ya que de ello surgirán beneficios prácticos. Durante el último año y medio de la pandemia, hemos comprobado la importancia vital no solo del pensamiento científico racional, sino también de la creación de nuevos medicamentos para la salud y el bienestar de la sociedad”. Este reconocimiento es, pues, un nuevo y oportuno recordatorio de la importancia de la ciencia básica. Coincide Óscar Marín: “Piensen en quienes trabajaban desde hace veinte años en la biología del ARN. Ni ellos podían imaginarse que habían encontrado la clave de una nueva generación de vacunas como las que hoy se utilizan contra el Covid”.