La historia y la moral retrospectiva
Desde hace décadas, personas bien intencionadas forjaron el nefasto concepto de "corrección política", que tiende a operar como una policía del pensamiento, contraria en la práctica a la libertad que quiere defender. Hoy se asiste a la caza de monumentos: se arranca uno de un antiguo tratante de esclavos, se pintarrajea a otro por explotador yse amenaza al propio Churchill por algún desaguisado cometido en África del Sur. Es probable que esa censura moral pueda compartirse; pero es difícil justificar su implacable retroactividad.
¿Hasta dónde llegaremos en la severa revaloración de la historia? ¿A quiénes y a cuántos condenaremos al ostracismo de las imágenes? Aristóteles defendía la esclavitud; Platón, una forma de aristocracia: ¿quemaremos sus libros? Shakespeare glorificó el abuso patriarcal, elogiando la "doma" de una mujer independiente; e incurrió en flagrante antisemitismo: mediante un truco ilegal, el judío Shylock no sólo perdió un proceso: fue despojado de todos sus bienes y obligado a convertirse al cristianismo. ¿Prohibiremos representar esas obras, o aun otras del mismo autor? Wagner era antisemita y fue utilizado por los nazis: ¿borraremos de la memoria a nibelungos y valquirias? Miguel Cané fue autor de una ley de persecución política, la 4144, llamada "de residencia": ¿eliminaremos Juvenilia de nuestras bibliotecas? ¿Qué decir del Martín Fierro, donde el gaucho paradigmático se jacta de haber degollado a un indio? Recordemos además que, en pleno Renacimiento, se mandó cubrir los órganos sexuales de las pinturas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. ¿Querríamos modificar las antiguas representaciones de Adán y Eva, o al menos algunas de ellas, para adaptarlas a una visión más inclusiva?
Toda la historia de la humanidad está hecha de posiciones encontradas y de caracteres que son fruto de su época y de su sociedad, llenos de claroscuros. El culto de los próceres no es otra cosa que una exacerbación del juicio aprobatorio, acaso calcado de la canonización con la que las religiones elevan a los altares a individuos considerados virtuosos. Entre ellos, a San Pablo, que persiguió a los cristianos, y a San Agustín, que confesaba haber llevado una vida disoluta. Cada bronce erigido en una plaza es un grito proferido por un segmento de la sociedad, en un momento de la historia, para promover el recuerdo de ciertas acciones generalmente carentes de consenso universal. Baste recordar que San Martín, el héroe venerado por todos los argentinos, se casó con una niña menor de edad y era acerbamente criticado por Juan Bautista Alberdi, otro santo de nuestra historia; que Rivadavia es recordado como el primer solicitante de un crédito externo, y que nuestro amado Belgrano tuvo un hijo natural a quien jamás reconoció. La policía moral del tercer milenio tiene, pues, mucho trabajo. Más vale que vaya preparando sus topadoras para destruir monumentos, sus hogueras para quemar libros y sus fajas de clausura para impedir representaciones teatrales, conferencias indeseables y escuelas disidentes.
Bien está que sostengamos nuestras convicciones, pero deberíamos tomarnos la historia, el arte y la literatura con un poco más de tolerancia y, sobre todo, con respeto por la belleza y el genio. No podemos exigir al pasado perfección moral, y ni siquiera justicia, especialmente cuando no somos capaces de asegurarlas en el presente.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)