La hipocresía de Alberto Fernández, la política y el feminismo partidario
“Públicamente todos los políticos son feministas, pero los elogios no se traducen en lugares para las mujeres”, se quejaba la incansable luchadora por los derechos de la mujer, Florentina Gómez Miranda, quien en absoluta minoría de género logró en su paso por la Cámara de Diputados como diputada radical avances significativos en cuanto a derechos históricamente cercenados para la mujer a través de 150 proyectos que forjaron cambios y resultados positivos para torcer décadas de reclamos que no encontraban eco. Supo convencer al machismo reinante y cambió la vida de todos con leyes de su autoría: el divorcio vincular, la patria potestad compartida, el uso optativo del nombre de soltera para la mujer casada, la igualdad de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales, la pensión a la concubina y la elección común del hogar, entre otros. Hasta fue una adelantada y en 1989 presentó un proyecto para despenalizar el aborto en casos de violación. Muchos le dieron la espalda, los mismos, que años después lucieron pañuelos verdes en sus muñecas en aquel momento la trataron de asesina.
Recordar la lucha de Florentina Gómez Miranda resulta un buen ejercicio a la hora de replantearse los alcances, formas y métodos que adoptó el feminismo en los últimos años en nuestro país. Porque “partidizar” el feminismo y los colectivos sustantivos para cada lucha fue un grave error. En la última década, donde la agenda feminista verde se metió de lleno en la política fue inmediatamente tomada como propia por el kirchnerismo. Injusto e irreal, pero a muchas mujeres de la UCR, la CC, el socialismo o el Pro, por citar algunos espacios políticos, se les desplazaba como parte de la lucha solo por no pertenecer al partido de poder y todo terminaba mal, porque sus voces resultaron más fuertes e inquisidoras si los sospechados, acusados o responsables políticos de casos de violencia de género o abuso sexual, no pertenecían al kirchnerismo y, de algún modo, existió un silencio cómplice o una contextualización acompañada de sospechosa paciencia para interpelar otros casos.
Pero la realidad pasó por encima todas estas indulgencias políticas. Aparecieron los casos de Fernando Espinoza, intendente de La Matanza y hombre fuerte del PJ bonaerense que fue procesado por abuso sexual. Sin embargo, al otro día de conocerse la noticia, el gobernador Axel Kicillof se sacó una foto con Espinoza. No hubo explicación, pero la imagen lo decía todo: no dejarlo solo. El tres veces gobernador peronista y exsenador nacional de Tucumán, José Alperovich, fue declarado culpable por abusar sexualmente de su sobrina en varias oportunidades mientras ella se desempeñaba como su secretaria “en todos los casos, mediando para su comisión intimidación, abuso de una relación de dependencia, de poder y de autoridad”. Fue condenado a 16 años de prisión, no hubo marchas en su contra mientras se llevaba adelante el juicio. Jorge “Loco” Romero, senador provincial de Unión por la Patria, en diciembre de 2018 fue denunciado por abuso por una compañera de su espacio, La Cámpora. En esa misma agrupación hubo otros casos de denuncias de abuso, incluso con víctimas denunciaron que fueron acallados por la dirigencia. Y hoy la noticia impactante, más que nada por la relevancia institucional que toma el caso: el expresidente Alberto Fernández fue denunciado por su pareja, Fabiola Yañez, por violencia de género con hechos de violencia física y “terrorismo psicológico”.
Este último caso sí logró que salieran varias y varios dirigentes del peronismo a condenar con dureza a Fernández. Nadie quiere quedar pegado a semejante escarnio, mucho menos abrazarse a uno de los políticos con peor imagen de la Argentina. Pero vale preguntarse ¿Hay que medir y especular ante cada situación? ¿Debe ser determinante el presente político y su pertenencia a la hora de expresarse ante casos de esta índole? La respuesta seguramente es no.
Hay varias situaciones para ejemplificar que los sentidos de pertenencia, la proximidad y la coyuntura políticas suelen oficiar de amortiguadores para el peso de los reproches que a veces ni siquiera llegan. El feminismo con su “Ni una menos” fue uno de los movimientos más nobles y destacados que salieron del seno de la sociedad en forma de reclamo que llego para quedarse y cambiar para mejor las cosas. Pero la utilización política del mismo le hizo más daño que favores a sus loables objetivos porque dividieron la demanda social, la segmentaron de acuerdo con cada filiación política o al interés de una o un líder político. Grave error, algunas de estas situaciones, que esta columna describe, exponen e invitan a repensar actitudes.
Pero no solo hay demanda para el kirchnerismo, también vale preguntarse por qué hay silencio ante la visita de los diputados libertarios a un grupo de genocidas encarcelados en Ezeiza. Muchos de ellos no solo asesinaron, secuestraron y robaron bebés, también violaron y torturaron mujeres. Hay un caso paradigmático, entre los reos que posaron para la vergonzosa foto institucional-si había seis diputados de la Nación era un evento institucional- organizada por el diputado Beltrán Benedit, estaba el excomisario Mario Marcote, condenado a 17 años de prisión, conocido como el máximo violador de detenidos desaparecidos en Rosario. ¿Cómo hacen ahora esos legisladores para señalar a un acusado de violencia de género, como Alberto Fernández, cuando acaban de hacer una visita reparadora a un condenado por violación y tortura a dos hombres y mujeres como Marcote?
Y si vamos un poco más allá, es conocido que el presidente Javier Milei tiene una predilección casi fanática por el expresidente de los EE. UU., Donald Trump. Tiene todo el derecho a coincidir con sus ideas y formas de acción política. Pero la pregunta es necesaria ¿Se puede hablar de hipocresía progresista para castigar las políticas de género con el posible delito de Alberto Fernández y congeniar con alguien que fue condenado por abuso sexual? Porque Trump fue encontrado responsable del delito de abuso sexual contra la columnista E. Jean Carroll, según el veredicto de un jurado emitido en mayo de 2023 en Nueva York en el marco de un juicio civil. El expresidente de Estados Unidos fue demandado por Carroll, quien acusó al empresario y político de violación en una tienda de Manhattan en 1996. No es la única demanda que tiene el hoy candidato republicano por delitos sexuales. No puede haber doble vara en estos temas. Lo mismo ocurre con los derechos humanos. Hay dirigentes y organizaciones kirchneristas que se desgarran las vestiduras contra las violaciones a los DDHH durante la última dictadura militar-con razón- pero miran para otro lado cuando estos mismos hechos aberrantes están sucediendo hace dos décadas en la Venezuela de la dictadura chavista y sucede al revés, muchos libertarios que se indignan con Maduro y Venezuela-también con razón- en paralelo justifican el accionar de la dictadura militar argentina porque el enemigo era el “comunismo”.
Hoy el país se encuentra conmocionado ante un hecho insólito, por primera vez un expresidente es denunciado por su pareja por “violencia de género. Que se resuelva rápido y a derecho, si la violencia de parte de Alberto Fernández existió deberá recibir condena. Y el repudio debe ser terminante, sobre todo para recordar sus palabras y discursos en favor del feminismo, porque fueron solo palabras vacías, que no encerraban ni verdad ni compromiso fiel.
Que sirva para todos, si a la hora de hablar, solidarizarse y comprometerse, como decía Florentina Gómez Miranda, “públicamente todos los políticos son feministas”, pero en la realidad muchos de ellos se olvidan de sus actos puertas adentro de su hogar, en su trabajo y en las relaciones políticas, nada cambiará por más que se agigante la indignación pública. No debe haber doble discurso, pero tampoco, la reivindicación, identificación o solidaridad con figuras que lejos están de ser un ejemplo para seguir porque solo la conveniencia hará posible que sus agresiones se apaguen producto de la mirada interesada de algunos.
Pasar por alto un delito de estas características, negociando la moral a cambio de determinado interés personal o político, es la manera más cobarde de prestar complicidad.