La herida Argentina
Volví a El Calafate después de siete años y quedé maravillado una vez más por la imponencia de los glaciares, los hielos continentales y el lago Argentino. Esta vez me sorprendió el relato del guía que nos acompañó.
Antes del desplazamiento de los continentes y del choque tectónico que decidió el surgimiento montañoso hace millones de años, el suelo de lo que hoy es Santa Cruz era, nos dijo, una selva tropical. La reubicación del continente sudamericano en el mapa del mundo y la nueva geografía trasformaron aquella selva en una extensísima estepa rústica, agrisada, con lagos turquesas y glaciares maravillosos. Y también nació el viento patagónico.
Desde la cima del cerro Frías, abrigado contra el viento vigoroso y frente a la estepa infinita y vacía, pregunté por la ausencia de generadores de energía eólica. Esas abruptas intervenciones de la mente que propone un pensamiento azaroso, o suscitado a partir de retazos de lecturas, inquietudes personales, experiencias. “Los gobiernos de la provincia –me respondieron– han optado por impulsar la construcción de dos represas (Néstor Kirchner y Jorge Cepernic) en el río Santa Cruz, pero las obras no avanzan desde hace 15 años”.
La Patagonia tiene capacidad para convertirse en una de las principales usinas de energía eólica del mundo. Vastísimas tierras yermas cruzadas por vientos intensos y constantes hacen del ecosistema patagónico actual el lugar ideal para orientar toda inversión energética hacia el desarrollo de esta energía renovable, limpia y económicamente más conveniente que otras alternativas.
Sin embargo, el curso de las decisiones políticas en estas tierras se ha desviado hacia la construcción de represas hidroeléctricas que duplican el costo económico de la instalación de los molinos de viento cinéticos, y tiene indisimulables costos ambientales: cambio de cursos de ríos, afectación de la fauna ictícola, inundaciones de zonas urbanas, costos altísimos de reemplazo cuando termina la vida útil de la represa. ¿Por qué desaprovechamos tantas oportunidades? ¿Por qué desde los gobiernos se elige la opción más cara en términos económicos, sociales y ambientales, o directamente se opta por una inacción exasperante?
El yerro constante, por impericia o conveniencia, en la toma de decisiones políticas no se agota en Santa Cruz. Es un problema federal. Tenemos Vaca Muerta, una de las mayores reservas de gas del mundo, pero hemos demorado eternamente el gasoducto que la haga productiva. La capacidad de nuestro suelo alcanzaría para alimentar a 400 millones de personas, pero 25 millones de argentinos pasan hambre. Ocupamos el puesto 25 entre los países con más distinciones con el Premio Nobel y hacemos, sin embargo, apología de la incultura, descreemos del mérito como vector del desarrollo y vaciamos la educación pública de contenido actual y valioso para llenarla de ideologías anacrónicas. ¿Por qué tanto empeño en el atraso?
La corrupción es la respuesta más fácil y con la que prácticamente todos acordaríamos. A mayores costos y magnitud de una obra, mayor es la posibilidad de destinar parte de los recursos en juego a los bolsillos propios o de amigos a través del laberinto borgiano de la burocracia estatal.
La identificación inevitable de la corrupción como causa principal de nuestra disposición al derroche y malgasto de oportunidades y recursos, y la unánime referencia como el peor de nuestros males, naturaliza su existencia e impide profundizar e intentar comprender, a fin de cambiar, los motivos de una sociedad que despilfarra hasta el cansancio todas las chances de desarrollo y crecimiento económico y social.
Debe de haber algo más que la corrupción. Somos una sociedad que parece conformarse con la posibilidad de ser, sin concretar, sin coronar, sin asir férreamente las oportunidades que se nos presentan. Una sociedad que desaprovecha las cartas extraordinarias brindadas por la Providencia. Pareciera que disfrutamos como de un sueño de la potencialidad de nuestras posibilidades, no así de aprovecharla con espíritu realista. Como si con aquello alcanzara.
Hay algo más, profundo.
“La promesa dada era una necesidad del pasado. La palabra incumplida es una necesidad del presente”, escribió Nicolás Maquiavelo. “Un gobernante sabio no puede o no debe cumplir su promesa cuando aquella es contraria a sus intereses y cuando las razones para hacer la promesa no son más operativas”, remataba el autor en El príncipe, en una obra de consulta permanente en la ciencia política.
El drama principal de nuestra democracia es la incompatibilidad, la disociación de los intereses individuales de quienes acceden a posiciones de poder ejecutivas y legislativas con los intereses generales de la sociedad. Los esbirros de nuestro sistema político llevan grabadas a fuego las enseñanzas maquiavélicas.
En uno de sus viajes por la Argentina, José Ortega y Gasset escribió el ensayo Pampa… promesas, que, dicen, logra acercarse al “alma argentina”. El filósofo español observaba la extensión pampeana mientras viajaba en tren camino a Mendoza. Corría 1928. Advierte allí que la pampa se mira comenzando por el horizonte, incluyendo esos “inagotables ademanes de abundancia” posible, que le parecían la metáfora perfecta de una promesa, y concluye que acaso lo esencial de la vida argentina es eso, ser promesa.
“La pampa promete, promete y promete, es pura abundancia que hace que nadie viva donde está, sino en la lejanía, delante de sí mismo. Las ruedas de los molinos mecánicos de la pampa prometen y aspiran a ser ruedas de la fortuna. Pero cuando las promesas no se cumplen, queda el hombre argentino atónito y mutilado. Así entonces, el alma criolla se llena de promesas heridas y sufre de un descontento radical. El criollo –remarca Ortega– no asiste a su vida efectiva, sino que se la pasa fuera de sí, instalado en la otra, en la vida prometida, y es por eso que en el argentino predomina, como acaso en ningún otro hombre, esa sensación de una vida evaporada sin que sea advertida”.
Las promesas incumplidas ya se percibían en 1928 como una herida que moldearía en adelante al ser argentino. Casi 100 años después, la multiplicación de las decepciones probablemente haya formado un callo de descreimiento social que impida proyectar a mediano o largo plazo y anticipe el deseo individual y mezquino a lo inmediato, de cualquier manera y a cualquier precio.
Julio Cortázar lo advirtió en sus Papeles inesperados: “Cada día de nuestra existencia puede ser un día de sol para la patria; esos días hay que hacerlos”. Empecemos a hacer, a concretar. No desperdiciemos más oportunidades. No dilapidemos, en definitiva, el recurso más imprescindible e incierto que nos ha sido dado: el tiempo.