La guerra después de la guerra
Una vez desatada, la violencia no tiene frenos. Los humanos despliegan una imparable destrucción y el siglo XX ha sido pródigo en ejemplos.
Los últimos cien años demostraron que a una guerra le sucede otra guerra. Que la agresión verbal se mezcla con mitos, viejos odios y venganzas no solamente ideológicas. En su libro Continente salvaje, el historiador británico Keith Lowe describe con abundancia de datos la vida en Europa entre los cinco y los diez años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial. En realidad, su libro debió llevar por nombre: "La guerra después de la guerra". Sucede que no hubo una fecha precisa para la culminación del conflicto bélico. Las matanzas continuaron. Los odios no cesaron. El sufrimiento estaba en todas partes. El Viejo Continente era un lugar confuso. Con tropas de ocupación y centenares de miles de personas que querían saldar cuentas con sus anteriores opresores.
El antisemitismo existía en todas partes, no había cesado con la liberación de los campos de exterminio. Muchos judíos que quisieron volver a sus hogares se encontraron con ocupantes que no estaban dispuestos a renunciar a las propiedades. Los aliados no trataron a los judíos como una categoría diferente. La política oficial sostenía que formaban parte de una inmensa multitud de repatriados y eso era todo. No figuraban en ninguna prioridad. En la Unión Soviética, José Stalin censuró investigaciones acerca de los campos de exterminio de Auschwitz y Treblinka, porque su criterio fue que las víctimas habían muerto por rusos y no por judíos. De los ciento diez mil judíos holandeses deportados rumbo a la muerte sólo regresaron cinco mil. El recibimiento fue eficaz, pero muy frío, sin banderas ni flores, sin bandas de música. En Francia existía una indiferencia generalizada frente a ellos. En Hungría los apaleaban si se atrevían a sugerir que habían sufrido más que sus vecinos cristianos. Incluso los supervivientes que emigraron a los Estados Unidos fueron tratados con impaciencia. Al volver a sus pueblos o ciudades, a veces les devolvían la propiedad sin protestar, pero esto solía ser la excepción a la regla. Húngaros y polacos organizaron pogroms.
Polonia era con mucho el país más peligroso para los judíos; al menos quinientos de ellos fueron asesinados por polacos entre la rendición alemana y el verano de 1946, aunque la mayoría de los historiadores sitúan esa cifra en alrededor de mil quinientos. Los tiraban de los trenes, les robaban sus pertenencias y los llevaban a los bosques para fusilarlos. Los grupos nacionalistas locales les enviaban cartas para advertirles de que se marcharan o los matarían. Dejaban los cadáveres con notas en los bolsillos en las que se leía: "Éste será el destino de todo judío superviviente".
El libro de Keith Lowe informa capítulo tras capítulo sobre "limpiezas étnicas" que se practicaron al final de la guerra con anuencia de los nazis y hasta varios años después de las batallas, autorizadas por los soviéticos. No fueron los judíos los únicos expulsados de sus ciudades. Alemanes que vivían en el este de Europa, ucranianos y polacos padecieron emigraciones forzosas, acompañadas de fusilamientos y violaciones. Los echaron sin demasiados argumentos. Las estadísticas relacionadas con la expulsión de los alemanes que residían en Polonia y en zona de los rojos superan toda imaginación. Se habla de siete millones al este del río Oder, de tres millones evacuados de Checoslovaquia y de casi dos millones de otras tierras.
Las tropas aliadas albergaron refugiados de Hungría, Rumania y Yugoslavia (más de 3,5 millones en total) hasta después de 1950, cinco años después de finalizada la conflagración. Fue en Yugoslavia donde se vivieron los hechos más sangrientos en el enfrentamiento entre distintos grupos étnicos. Los partisanos de Tito, en su mayoría serbios, fusilaron a croatas e italianos y persiguieron a opositores hasta 1948. Datos demográficos sugieren que los serbios fusilaron a 60.000 colaboracionistas.
En Grecia, tras la huida de los alemanes, se desató una guerra civil con casi un millón de muertos que recién culminaría en 1949, cuando Moscú le dio la espalda al Partido Comunista de Atenas.
En Francia y en Italia los fusilamientos sin justicia previa, desconociendo a los tribunales, terminaron con la vida de decenas de miles. Europa fue testigo de atrocidades nunca vistas. Por eso precisamente para los dirigentes del Viejo Continente la existencia de un mercado común es ante todo una necesidad política. El objetivo principal es, a través de la ayuda mutua y del comercio, cercenar nuevas formas de violencia, de nacionalismos irracionales y de racismo.
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