La grieta, un término inapropiado para la realidad política argentina
Fue en agosto de 2013. Jorge Lanata y sus programas ganaron tres Martín Fierro y sus palabras durante la ceremonia de entrega del premio pasaron a la historia. “Hay una división irreconciliable en la Argentina, la grieta”, dijo Lanata, introduciendo un término que sigue modulando el debate público. Como suele suceder, el término cobró una enorme centralidad. “Hay que cerrar la grieta”. “Es el peor de nuestros problemas”. “No saldremos adelante como país hasta que se cierre”. Los posicionamientos alrededor del tema “grieta” siguen definiendo buena parte de las posiciones políticas. Lamentablemente, porque –lejos de ayudar a mejorar la comprensión de lo que pasa en nuestro país– la metáfora de la grieta la dificulta.
En primer lugar, porque parece invocar una simetría. A la izquierda de la grieta, un grupo. A la derecha, el otro. Una idea apropiada para describir el espacio político de países razonables en los cuales los partidos y las coaliciones se organizan alrededor de un sistema de ideas derecha-izquierda, en los que todos disponen de las mismas herramientas y en los cuales los rivales se consideran adversarios, y no enemigos. Nada de eso sucede en la Argentina. Desde hace más de tres décadas, el peronismo se ha constituido como un partido hegemónico fuertemente enquistado en el Estado. Como tal, ha gobernado 27 de los últimos 33 años y ha hecho todo lo posible para impedir gobernar y para derrocar a los gobiernos rivales durante los seis años restantes. Lo consiguieron en 1989 y 2001. Fracasaron en 2017, a pesar del asedio permanente que comenzó con la negativa a entregar el bastón presidencial, las 14 toneladas de piedras, el hostigamiento callejero permanente y el insalvable bloqueo legislativo que el peronismo llevó adelante. Hoy, pensar el espectro político argentino desde el punto de vista de la grieta y la teoría de los dos lados implica ignorar que de uno de los lados hay un Estado cooptado por el peronismo, para el cual el respeto de las reglas es un optional desechable, y del otro, una coalición de partidos comprometida con la ley y las instituciones. No puede haber equivalencia, ni igualdad, ni justicia, cuando uno juega al fútbol y el otro juega al rugby.
Lo que nos lleva al segundo punto: en democracia hay adversarios, y no enemigos; excepto los enemigos de la democracia. Y en este punto, el peronismo ha sido claro: ambiciona un país en el que no existan la prensa ni la Justicia independientes, y en el que la oposición se someta a los dictados de los únicos representantes verdaderos del pueblo y de la patria. Se trata de la condición que Hannah Arendt señalaba como constitutiva del totalitarismo: el monopolio de la acción política legítima. Por eso, la grieta argentina no separa dos espacios simétricos ni mucho menos. De un lado de ella se ubican quienes aspiran a vivir en un país normal, con una Justicia y una prensa independientes, pleno funcionamiento del Congreso y una oposición que tenga derecho a decir lo que piensa sin ser tachada de odiadora. Un país abierto al mundo y al futuro, con empresarios que generen trabajo y ganancias a partir de sus inversiones y no de sus relaciones corruptas con la política. Un país donde la gente viva de su trabajo y no de subsidios, en donde exista educación y no adoctrinamiento, en donde los corruptos vayan presos y los ciudadanos se sometan a los fallos de la Justicia sin amenazar fiscales ni organizar puebladas contra la Constitución.
Tercer comentario: la metáfora de la grieta es inconducente porque consolida coaliciones arbitrarias que no se corresponden con la organización real del campo político. Si aceptamos la existencia de una grieta y sostenemos que de un lado de ella se encuentra el peronismo, del otro lado quedan agrupados todos los que no son peronistas; un truco que el peronismo ha utilizado siempre con maestría para ubicar a la oposición republicana al lado de las dictaduras. Y en el mismo lodo, todos manoseados. El truco les sale muy bien después de la sanguinaria dictadura de Videla. Ahora bien, fue Isabel Perón quien eligió a Videla como jefe del Ejército, así como el General puso a Massera al frente de la Armada. Y fue el gobierno peronista el que les dio la orden de aniquilamiento de la subversión. Ya había por entonces censura, listas negras, exiliados, asesinatos y desapariciones. Casi mil, si hemos de creerle al informe oficial de la Conadep, que el peronismo se negó a integrar.
¿Por qué debería hacerse cargo de la dictadura y el genocidio la oposición, y no el peronismo, cuyo desastroso gobierno generó las condiciones para que la mayor parte de los argentinos vivieran con alivio la llegada al poder de Videla? ¿Por qué debería pesar la memoria de aquellos años terribles sobre mí, que desde 1981 concurrí a la plaza en apoyo a las organizaciones de derechos humanos, y no sobre Néstor y Cristina, que apretaban deudores con la 1050? ¿Por qué deberían ser responsables los partidos de la oposición y no el kirchnerismo, que tuvo a Zaffaroni, Verbitsky, Timerman y Alicia Kirchner como destacados funcionarios y colaboradores de aquel gobierno monstruoso? Para no hablar de la larga tradición golpista del peronismo, que se inició con la presencia de Perón en la ejecución del golpe de 1930; siguió con la vicepresidencia de la dictadura de 1943 y la candidatura presidencial de 1946; se prolongó con la presencia de las 62 Organizaciones en el golpe de 1966, el elogio de Perón a Onganía y la acusación a Illia de ser corrupto, y culmina en el “Manual de saqueos y desestabilización de gobiernos peronista”, como lo llamó Cristina, con cuyas instrucciones derrocaron a Alfonsín y a De la Rúa, y fracasaron con Macri.
Finalmente, la idea de la grieta es inapropiada porque convoca a la ilusión de que es producto de una dirigencia caprichosa, y que bastaría cancelarla para solucionar, todos juntos, los grandes problemas del país. Lo cual es imposible por múltiples razones. Primera; los proyectos de país del peronismo y de la oposición son profundamente diferentes, si no opuestos. Democracia republicana y liberal, de un lado. Democracia populista, con concentración de poder en el Ejecutivo y liderazgos carismáticos, del otro. Economía propulsada por el sector privado, abierta al mundo, sin redistribuciones “mágicas” entre sus diferentes sectores y basada en la libre competencia, de un lado. Proteccionismo, estatismo, industrialismo, populismo y capitalismo de amigos, del otro lado. Se trata de modelos inconciliables. Segunda razón: la grieta ideológica y ética expresa un desacuerdo estructural. El peronismo se ha constituido como la representación política de la patria subsidiada; de las provincias que subsisten gracias la coparticipación y las regalías; de los sindicatos que viven de exacciones a los trabajadores; de los subsidiados de arriba, los empresarios prebendarios y de los subsidiados de abajo, los esquilmados y sometidos del movimiento piquetero. Mantener el statu quo es la única manera de que esos sectores sobrevivan, y pensar que el peronismo renunciará a representarlos es creer que aceptará suicidarse. Primero, los hombres. Después, el movimiento. ¿La patria? Lo vamos viendo.
Hoy, cualquier diálogo político capaz de desactivar la grieta depende de la aceptación de innumerables condiciones: que Cristina Fernández de Kirchner anuncie que acatará el fallo de la Justicia, cualquiera sea; que Alberto Fernández retire su amenaza al fiscal Luciani, a quien comparó con Nisman, y pida disculpas a la prensa, la Justicia y la oposición por las irresponsables acusaciones efectuadas a pocos minutos del atentado.
Finalmente, el peronismo debería retirar todos los proyectos violatorios de la libertad y la división de poderes, como el de la Corte Suprema de 25 miembros y la ley contra los “discursos de odio”, y repudiar la amenaza de “qué quilombo se va a armar” que vienen esgrimiendo desde hace meses, ya que no es posible acordar nada con quienes se proponen públicamente violar el acuerdo constitucional sobre el que se basan la paz y la convivencia civil en la Argentina.