La grieta peronista no se sutura ni siquiera en la mala
El último gran teórico del peronismo, que tantos errores cometió acerca del presente, era no obstante un agudo descifrador del pasado. En cierta ocasión, dos especialistas más jóvenes que daban por descontada su anuencia repitieron en un coloquio un viejo cliché: el 17 de octubre de 1945 fue el día en que los “sectores populares tomaron la ciudad blanca”. Con amabilidad, Horacio González les recordó que existían muchos y muy valiosos estudios (citó a Portantiero) que corregían esa leyenda; esos sectores preexistían organizados, aunque bajo los gremios socialistas y anarquistas, y también dentro del laborismo y del partido radical. A continuación, el líder de Carta Abierta explicó algo nodal para desentrañar los secretos de la cultura peronista: “Eso que decís tiene proporciones míticas, y no está mal. Porque la idea del mito supone que hay otra realidad que debe explicarse de otra manera. Pero esta otra manera es tan laboriosa y dificultosa, exigiría tantas comprobaciones, que mejor comprimirla en algo muy dramático y que tenga un fuerte grado de apelación. Que cuente una historia. Es por eso que el peronismo, que tuvo tantos sociólogos, prefirió a los mitólogos. Perón tenía, como decía Halperín Donghi, algo de constructor de mitos”. Esa fuerte mitología implica, para sus exégetas, que los “descamisados” ingresaron al sistema laboral gracias a Perón y que luego, desde las fábricas, se embarcaron en la épica de la resistencia: de ella surge el espíritu de la izquierda peronista que explotó en la década sangrienta y que inspira hoy, con filtros posmodernos, al kirchnerismo más duro. Se trata de un razonamiento falaz e incompleto: muchos de los nietos, bisnietos y tataranietos de aquellos proletarios son en la actualidad simples desocupados o trabajadores en negro, sin vacaciones pagas ni aguinaldo ni obra social, y reciben dádivas del Estado para sobrevivir. Trágico destino circular y descendente de una fuerza hegemónica que se presentó como aspiracional y revolucionaria y acabó siendo pobrista y conservadora. La lección de Horacio González se centra igualmente en que los mitólogos justicialistas se impusieron, y que al peronismo –tan afecto al melodrama– lo articula entonces no la verdad mensurable sino el mito. Y ya sabemos: el mito no puede ser vencido por ninguna evidencia. A esto habría que agregar algo que pertenece a su propia experiencia histórica: al padre fundador no lo destronaron las urnas sino un golpe militar y un paro cardiorrespiratorio, con lo que no dejó una liturgia para asimilar las derrotas genuinas. Después de encarnar la patria y el pueblo, ¿cómo explicar que estas entidades cruciales les fueron arrebatadas en una mera elección? Cristina Kirchner no fue capaz de entregar los atributos presidenciales y Alberto Fernández no pudo asumir plenamente la hecatombe electoral, y ambos consintieron en armar una ceremonia –el bíblico copamiento de la plaza–- donde reproducir los antiquísimos rituales, teatralizar la falsa invencibilidad del “pueblo peronista” y exorcizar así los amargos frutos de la realidad.
Cristina Kirchner no fue capaz de entregar los atributos presidenciales y Alberto Fernández no pudo asumir la hecatombe electoral
La manifestación del miércoles aspiraba a ser una misa populosa, pero terminó pareciéndose a un simulacro de incendio: todos salen ordenadamente a la calle para practicar la maniobra en previsión de otra catástrofe llameante, y procuran de paso empoderar al presidente que les hizo perder más de cinco millones de votos en dos años. La mitología venía en auxilio de la fragilidad y el desánimo, pero no era desplegada por catequistas sino más bien por caciques que buscan salvar la ropa. El poeta polaco Stanislaw Jerzy Lec, que era un gran aforista, definió alguna vez: “Los más fieles custodios de los mitos suelen ser los mercenarios”.
La “marcha de la paliza”, abusando de una efeméride también mitológica, es a los comicios generales lo que la carta-bomba fue a las primarias: una lectura ampulosa y una salida de emergencia para una situación límite. La Pasionaria del Calafate repitió su estrategia de campaña: se subió sin romper, pero con un elocuente silencio crítico; Alberto Fernández quiso contenerla, aunque bajo su ala, con lo que se vio obligado a un discurso de mensajes sutilmente envenenados hacia su jefa y, a un mismo tiempo, con claro sesgo cristinista. El resultado es que disgustó a los propios y no conformó a los ajenos. La grieta interna no se sutura ni siquiera en la mala, y esto preanuncia que la dinámica del zigzag seguirá adelante: el defectuoso dispositivo de poder bifronte que los condujo al Waterloo del domingo por ahora no logra una reconfiguración seria. De hecho, Oscar Parrilli –vocero de la monarca– emplazó a Fernández para que relance cuanto antes su gobierno; le respondieron en la Casa Rosada que ya lo habían relanzado, cuando en verdad todo lo que han hecho en estos días poselectorales fue volverse agresivos para parecer fuertes y ratificar con orgullo uno por uno sus errores. Confirmaron su idea de que los culpables de la carestía eran los supermercadistas y almaceneros, que el refugio del dólar fue una conjura del mercado y que perdieron de forma aplastante este plebiscito nacional por causa de los medios, como verbalizó el señor Capitanich, para quien el pueblo es tan pero tan estúpido que se deja abducir por la opinión de los periodistas. También defendieron su política exterior a favor de las peores dictaduras latinoamericanas, su simpatía por los “maputruchos” y los tomadores de tierras, y la línea abolicionista en materia de seguridad, aferrándose esta vez a una mala praxis policial, que por supuesto es repugnante y debe ser castigada severamente. Pero que aquí sirve de coartada ideológica. Muchas “almas bellas” del medio campo los acompañan en el sentimiento, como si entre el laissez faire delictual con el consecuente desamparo de los ciudadanos y, en la otra punta, la horrorosa violencia ilegal de los uniformados no hubiera absolutamente nada. Como si no fuera posible una política de mano firme dentro del estado de derecho, tal como sucede en otras naciones y como reclaman la sociedad y muy especialmente los más pobres, que son blanco cotidiano de los lobos sueltos. El gatillo fácil de los policías no debe perdonarse. Pero el gatillo fácil de los asaltantes, convertidos en víctimas por el kirchnerismo (este volvió a arrasar en el “voto cárcel”), ya es pura rutina y a ningún tilingo de Palermo Progre parece alarmar ni conmover. De inmediato el oficialismo lanzó el hashtag LarretaAsesino y dispuso que su abogado más vociferante ofreciera sus servicios a la familia de Lucas González, con lo que se está garantizado además un linchamiento mediático contra uno de los principales jefes de la oposición: un alcalde que es paloma y al que convocarán para un “acuerdo patriótico”, mientras persiguen judicialmente a Macri, manotean de apuro herramientas institucionales en el Parlamento e instrumentan la reelección eterna para los barones del conurbano. La primera impresión es que poco y nada cambia y que, en la debilidad, se radicalizarán hasta donde puedan. Eso sí: los mitólogos necesitarán novedosos recursos literarios para arreglar con el FMI y esconder un ajuste de proporciones; los discípulos de Horacio González tendrán que esforzarse más que nunca para encontrar un relato ficcional que encaje en el árbol mitológico del Movimiento. Lo encontrarán, sin duda, puesto que algunos de ellos son sofistas de alma, y porque, como diría Stanislaw Jerzy Lec, muchos dirigentes “tienen la conciencia limpia; no la usan nunca”.