La gramática moral de los administradores infieles
Los delitos económicos en la Argentina crecen también de modo silencioso. Las empresas de auditoría que miden el fraude cometido por empleados contra sus empleadores advierten sobre las pérdidas millonarias que acarrea y sobre los comportamientos que, como banderas rojas, necesitan de atención para poder prevenirlo. Entre los factores que inciden en la comisión de fraude interno pareciera que el que más pesa es el de las racionalizaciones con las que el perpetrador se autojustifica.
Cabe preguntarse, entonces, si la muy extendida afirmación de que en nuestro país no hay meritocracia está funcionando como una de esas racionalizaciones.
La hipótesis aquí sugerida tiene dos partes. La primera es que experimentar el menosprecio actúa como un empujón o un resorte para este tipo de delitos. La segunda es que el crecimiento agregado de estos fraudes internos simboliza y conforma una protesta social que no corta las calles, una indignación política que se ahoga en lo privado, un pronunciamiento anarquista que no llega a conjugarse.
Esta suposición encuentra asidero en los muchos que -secretamente- festejan el fraude; fuera de las oficinas es posible escucharlos. Y su hilo argumental entrelaza dos hebras: la primera es el origen etimológico del vocablo “mérito” y la segunda es la lectura que realiza el filósofo Axel Honneth de algunos textos de G. W. F. Hegel.
“Mérito” denomina la conducta que hace a una persona digna de reconocimiento, pero en el latín original condensa varias ideas: ganarse la vida, conseguir una parte de algo, trabajar a sueldo, ganar una paga como soldado. Este significado nos ubica de modo específico en el recortado ámbito de las organizaciones con empleados y sueldos cuya unidad de mando -y capacidad de tomar decisiones meritocráticas- difiere de la de la sociedad en su conjunto.
Según Honneth, en la base de los lazos sociales hay una profunda necesidad de reconocimiento. Si observamos la empresa a través de esta lente, vemos que no se reduce a intercambios económicos regidos por contratos. Además de su tejido formal administrativo y jurídico es posible advertir una trama informal. La empresa y sus integrantes dependen entre sí no solo para producir y ganar dinero. La organización se teje y desteje en el telar de la reciprocidad. Las redes sociales profesionales, por ejemplo, sintomatizan el deseo de estima social del individuo y de la empresa; ambos intentan “no caerse de la red de reconocimiento de sus capacidades y su rendimiento”.
La lente de Honneth nos permite también conjeturar una advertencia: ni las normas jurídicas, ni el sistema de control administrativo interno de una organización alcanzan a comprender o a regular la trama profunda que une a la gente con su trabajo. Esta es una “zona inaprensible”.
El fraude es un daño silencioso que suele recibir una respuesta silenciosa. El fraude no solo daña materialmente a la empresa, sino que desgarra el tejido que le dio identidad y poder al perpetrador. Como respuesta, las empresas no suelen ir a los tribunales, entre otros motivos, para cuidar su reputación cerrando de este modo un círculo irónico, más que vicioso.
Sabiendo que muchos no responden con delitos al resorte del menosprecio, esta apretadísima recreación de algunas ideas de Honneth invita a repensar de qué modo las organizaciones con empleados y sueldos buscan influir en las conductas laborales. Y también propone a quien experimenta el menosprecio a revisar qué espera y, sobre todo, de quién cuando lamenta que no hay meritocracia. Aún no es claro que todas las organizaciones tengan la obligación moral de tomar decisiones basadas en criterios meritocráticos. Pero sí lo es que el deseo de reconocimiento constituye una poderosa fuerza de la dinámica social.
Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra, Investigadora CEEC, Facultad de Ciencias Económicas, UCA