La globalización no tiene la culpa
Atribuir a la economía global la inequidad es un error que olvida cuánto crecieron los países emergentes en los últimos años, así cómo los estragos de las experiencias nacionalistas
Antes de que fueran saneadas algunas secuelas de la crisis de 2008 han aparecido nuevas amenazas para la economía global. Como entonces, el malestar tiene su epicentro en los Estados Unidos y en Europa, y también repercute en América latina. Surge de la sociedad y de la política, pero expresa descontentos con las economías nacionales y con la globalización, en especial con los inmigrantes y con las importaciones que amenazan la producción local. Su expresión saliente ha sido la elección presidencial de Donald Trump, con su ideario nacionalista de tintes xenófobos y populistas, pero también se manifestó en el Reino Unido con el Brexit y amenaza ahora a otros países de Europa. Nada parecido se ve en el Lejano Oriente, pero sí en muchos países del Medio Oriente -fuentes importantes de la emigración a Europa- defraudados con las "primaveras árabes" y golpeados por la caída del petróleo, economías frágiles y el fundamentalismo islámico.
La globalización está en el banquillo y, con más pasiones que razones, se discuten sus resultados. Se sigue repitiendo, erróneamente, que crece la brecha entre países ricos y pobres. El nivel de vida de los países más avanzados era en 1990 casi ocho veces el de los emergentes y hoy es menos de tres veces. Los otrora países "en desarrollo" generan ya casi el 60% del producto mundial anual. Esto se debe sobre todo a Asia, con China a la cabeza. Pero desde la crisis de 2008 también el África subsahariana y, algo menos, América latina han crecido más que los avanzados. Entre éstos hay grandes diferencias. Corea creció desde la crisis 25%, Italia cayó 8% y Grecia, 30%. Lo mismo se ve dentro de cada país, como los contrastes entre el ahora famoso "cinturón oxidado" y California.
Las personas disconformes con esta etapa global en Europa y en Estados Unidos ven una realidad amenazante. Asiáticos y africanos perciben, en cambio, mejoras. Pese a que en sus continentes vive el 95% de los 705 millones de personas en pobreza extrema, hace un cuarto de siglo eran 1850 millones los afectados por este flagelo y representaban un 35% de la población mundial, contra menos del 10% hoy. En forma paralela, ha habido allí aumentos muy significativos en la esperanza de vida o en la escolarización y fuertes caídas de la mortalidad infantil. El rápido crecimiento de muchos países pobres desde 1990, en especial China, hizo caer la desigualdad de la distribución del ingreso mundial, y la cantidad de personas de clase media se ha duplicado de 1500 a 3000 millones en este siglo.
Al mismo tiempo, la desigualdad aumentó en muchos países, y en casi todos los desarrollados, con el agravante de una enorme concentración del ingreso en el 1% más rico -que se apropia del 15% o más del ingreso nacional- y aun en el 0,1% más rico. En fin, es tan cierto que el mundo de hoy tiene una pobreza inaceptable y una enorme desigualdad de ingresos y riquezas como que nunca bajaron tanto la pobreza y la desigualdad globales como en los últimos 25 años (el sitio https://ourworldindata.org/ es muy informativo de lo dicho hasta aquí). El análisis objetivo invita mucho más a los matices que a los juicios en blanco y negro, pero éstos son los que prevalecen.
Extendiendo la mirada a otras cuestiones se evidencian muchas y gruesas falencias de la reciente globalización. La dramática crisis de 2008 fue impulsada por excesos financieros depredadores -aún no subsanados del todo- y por una insuficiente coordinación global -por ejemplo, de los desequilibrios en los balances de pagos- que sigue en pie. Son crecientes las evidencias del deterioro del medio ambiente, del aumento del comercio de armas y del narcotráfico. Pero no sólo es utópico pensar que las reacciones nacional-populistas de hoy corregirán estas falencias. Si ellas cumplen sus promesas, la economía y la sociedad globales, y especialmente los más pobres del mundo, estarán a la larga peor que si se mejora el camino actual. Ojalá esto invitara a reflexionar y a enmendar sus enfoques a quienes acompañaron la etapa global que parece finalizar -y que ojalá no extrañemos- con diagnósticos sesgados sobre la economía y la sociedad mundiales, aportando al caldo de cultivo del neonacionalismo populista.
América latina es el subcontinente con menor crecimiento en el siglo XXI, con grandes diferencias entre países, algunos con logros no definitivos en reducir la pobreza y la desigualdad. Se erra fiero al atribuir sus trayectorias al "neoliberalismo" o al "progresismo". Porque la principal línea que divide a los de buen y mal desempeño es la que separa la racionalidad del populismo económico que rifa el futuro maximizando el consumo y castigando la inversión. Desde la crisis de 2008 el nivel de vida de Perú aumentó 40%, el de Venezuela cayó 20% y el de la Argentina aumentó apenas 2% ¡en nueve años! Cada uno en su estilo, Chile y Bolivia han crecido. Uno, con fuertes instituciones republicanas, democráticas y de mercado; el otro, con un caudillo popular y socialista, pero ninguno de los dos con populismo económico. Pese a tamañas verdades, los críticos de la globalización han sido muy indulgentes con los daños inferidos por el populismo en América latina. Es revelador, en tal sentido, que con su habitual desparpajo Guillermo Moreno diga que Trump va hacer "nuestra" política, "los que éramos pasado ahora somos futuro" y "lo que se discute hoy es la globalización". En verdad, ha estado siempre en discusión, salvo para los "hombres de Davos".
En el trasfondo de estos nuevos malestares y de las discusiones que generan se yerguen pesados condicionantes demográficos, económicos y sociales que difícilmente puedan ser revertidos por los neonacionalismos populistas. En un trasfondo aún más profundo, hay signos de un cambio de civilizaciones. Europa, por ejemplo, persigue una trinidad imposible: muy pocos hijos, pocos inmigrantes y excelentes sistemas de seguridad social. Si Trump concreta sus amenazas, los Estados Unidos pueden acercarse a una utopía parecida. Cada uno a su modo, los emergentes de África y Asia (salvo China), muestran mayor vitalidad demográfica, millones y millones de trabajadores muy laboriosos con salarios bajos, escasos o muy modestos sistemas de seguridad social y apertura al comercio, las inversiones y la tecnología. Una receta para crecer que sólo podrán impedir conflictos armados o, a mayor plazo, el marcado deterioro del medio ambiente.
Los bienvenidos frenos institucionales y de la realidad que, previsiblemente, encuentra el presidente Trump invitan a la prudencia en los pronósticos. No es desatinado pensar en una moderación del ritmo del comercio y las inversiones internacionales, pero sin un freno de mayor envergadura. A esto apuestan hoy los mercados globales. En un caso o en otro, el crecimiento de los países emergentes continuará siendo más veloz que el de los desarrollados, más aún si China resuelve sus temas pendientes. América del Sur también puede repuntar si, como parece, la Argentina y Brasil salen de la recesión. Los riesgos graves para el devenir del mundo no parecen estar tanto en la economía o en la sociedad, sino en una mayor propensión a los conflictos armados. Mientras tanto, urge aumentar las inversiones en materia gris que ayude a encontrar caminos para lograr una globalización mucho más justa que la de hoy.
Economista, ex ministro de Educación de la Nación