La gestión estatal de la pandemia
Pocos problemas sociales han generado tanta información e indicadores como la pandemia del Covid-19 y su gestión. Pese a ello, no resulta sencillo aportar evidencias definitivas sobre éxitos o fracasos de las políticas adoptadas para controlar o reducir sus consecuencias. En primer lugar, porque la pandemia aún no terminó, y sus diferentes olas muestran que en algunos países aparentemente “exitosos” los resultados resultaron ser efímeros cuando una nueva cepa o una nueva ola los hizo retroceder en los diversos rankings que día a día dan cuenta de los avatares de esta guerra sanitaria. Y en segundo lugar, porque ciertos factores geográficos, demográficos, culturales y hasta étnicos podrían explicar éxitos comparativamente mayores, sin que el resultado haya dependido necesaria o principalmente de la acción estatal. Por ejemplo, territorios insulares; países con escasa superficie y población; composición etaria con predominio poblacional joven, menos proclive a contraer el virus; vigencia de una cultura de confianza o deferencia hacia el gobierno; experiencia reciente de otra pandemia; importancia relativa de sectores “antivacunas”; o incluso, el reducido peso de minorías étnicas o raciales.
Ya transcurrió un año y medio desde que comenzó la pandemia. A raíz de la crisis global y sistémica que originó, comprometió la capacidad de gestión de los gobiernos de todo el mundo. En mayor o menor medida, todos ellos adoptaron cuatro tipos de políticas comunes: 1) aislamiento poblacional y cierre de actividades; 2) detección, seguimiento y atención de la enfermedad, incluyendo testeos y campañas de vacunación; 3) compensación parcial de los efectos negativos producidos por el virtual cese de actividades; y 4) comunicación pública, con propósitos de informar, prevenir y convencer a la población acerca de los comportamientos exigidos o deseables ante la emergencia. Para ello, los gobiernos diseñaron diversas estrategias de acción y pusieron en juego todos los recursos de poder a su disposición, de modo de conseguir el resultado común que todos ellos buscaron: contener la propagación de la enfermedad, atender y rehabilitar a los enfermos, minimizar el número de víctimas fatales y reducir los efectos indeseables de las políticas adoptadas.
Las estadísticas demuestran, de modo elocuente, que los resultados logrados en cada país fueron muy diferentes, como también lo fueron la intensidad u oportunidad de las políticas adoptadas. El grado de aislamiento y confinamiento de la población no solo muestra diferencias entre países, sino que la rigurosidad de las medidas varió sucesivamente según fases, rebrotes y nuevas cepas del coronavirus. El rastreo de posibles infectados, el número de testeos realizados, el índice de letalidad y el ritmo de vacunación fueron también muy diferentes según países. En algunos de ellos, la intervención estatal en el salvataje de empresas cerradas o de familias y trabajadores sin ingresos fue amplia y generosa; en otros fue inexistente. Hubo gobiernos que organizaron intensas campañas de comunicación y difusión, en tanto que otros prescindieron totalmente de ellas.
En parte, las diferentes estrategias elegidas dependieron de la particular coyuntura en que la pandemia sorprendió a los distintos países. Si bien en todas partes la crisis sanitaria exigió desviar recursos presupuestarios para atender los costos directos e indirectos de la crisis sanitaria, las condiciones de partida de cada país fueron muy diferentes: magnitud del déficit fiscal, nivel y distribución del ingreso, situación de reservas de divisas, índices de desempleo y trabajo informal o grado de dependencia de los sectores marginales de transferencias estatales no condicionadas, entre otros factores. La disponibilidad de infraestructura y la capacidad logística disponible, en cada país, también tuvieron un peso importante, sobre todo en materia de salud, transporte y comunicaciones.
Otros factores diferenciales de carácter infraestructural, como tamaño, cantidad de población y carácter insular de los países, pueden haber tenido alguna gravitación en los resultados que cada uno de ellos logró en su lucha contra el virus. Y hasta podríamos agregar otros factores distintivos, como alineamientos internacionales, momento del proceso preelectoral, valores culturales predominantes o grado de democratización y confianza en las autoridades.
Esta enumeración, lejos de ser exhaustiva, nos deja al menos más cerca de poder aislar y atribuir a la relativa capacidad institucional de los países y sus gobiernos una parte de la explicación de los disímiles resultados que los mismos consiguieron, hasta ahora, en esta singular guerra pandémica. ¿Qué nos queda?
Tal vez la capacidad institucional más relevante, en un escenario tan complejo e intrincado como este, ha sido la de ejercer un liderazgo estratégico, es decir, ofrecer la conducción y la inspiración necesarias para generar y poner en marcha una visión compartida, una misión donde el conjunto de la sociedad se viera reflejada en una voluntad colectiva de lograr un objetivo común. Pero ello también suponía otras capacidades, que debían estar institucionalizadas previamente y no podían improvisarse en medio de una crisis. Por ejemplo, las de planificar, programar, negociar, coordinar, monitorear y controlar. O las de innovar, comunicar y convencer, subordinando especulaciones políticas.
No estoy seguro de si la consideración del conjunto de factores mencionados ayudaría a explicar, caso por caso, los variados resultados que los países y sus gobiernos han logrado en la contención de la pandemia y sus consecuencias. Futuros diagnósticos probablemente nos darán mejores respuestas.
Queda, por otro lado, un amplio terreno de especulación contrafáctica que la academia, la prensa y las oposiciones políticas han planteado casi a diario: ¿qué hubiera ocurrido si las cuarentenas y los confinamientos hubieran sido menos prolongados, reduciendo las serias consecuencias negativas económicas de inmovilizar la actividad productiva? ¿Si tempranamente se hubiera dispuesto un cierre de escuelas mucho más selectivo, evitando los irrecuperables costos pedagógicos y sociales que se impusieron así a toda una generación de estudiantes? ¿Si en lugar de asumir comportamientos demagógicos y supuestamente tranquilizadores –como negar públicamente la amenaza del virus o considerarlo como una simple gripe–, algunos líderes políticos hubieran mostrado actitudes más responsables? ¿Si en la negociación con las grandes potencias mundiales productoras de vacunas ciertos países hubieran dejado de lado sus alineamientos político-ideológicos, privilegiando la urgencia en la adquisición de vacunas para inmunizar más rápidamente a su población? ¿Si con un ejercicio más firme en el control de gestión, algunos gobiernos hubieran impedido o reducido la corrupción en procesos de compras públicas, vacunatorios clandestinos y otros conflictos de intereses? ¿Si la comunidad internacional hubiera desempeñado un papel más oportuno y activo en evitar las desigualdades entre países y clases sociales, exacerbadas por la pandemia?
Podríamos seguir imaginando otras posibles situaciones, pero el razonamiento contrafáctico deberá ser contrapuesto a la evidencia que produzcan los estudios de caso en futuras investigaciones sobre este apasionante tema.