“La gente está loca”: ¿hay una sentencia más ubicua?
Alguien dice: ¡la gente está loca! y otro lo escucha con socarra. Alguien dice: ¡los que votaron a Milei están locos! y otro vocifera: ¡los que votaron a Massa están locos! La gente está loca. ¿Hay una sentencia más ubicua que esta? Periodistas como Douglas Murray o Max Fisher han hecho de la locura global títulos de libros. En The Madness of Crowds (2019) o en The Chaos Machine (2024) abordan la exasperación colectiva en el debate político, la caótica polarización en lo público, la furia en las redes sociales, la locura multitudinaria. Michel Foucault (1926-1984) quizá les diría que enunciar la locura provoca una cierta amnistía, una absolución generalizada.
Lo que sigue es una libre y apretada constelación de ideas y supernovas foucaultianas que, pese a los años luz, refleja con intermitencia la oscuridad de una sociedad alterada. El loco es el que no piensa como nosotros, el que no actúa como nosotros. El loco es el otro, el que bajo mi perspectiva está del otro lado. El loco es el poseso, pero también es el desposeído. El loco es el insensato, el imbécil, el furioso, pero también es el extraño, el excluido, el extranjero. El loco es, ante todo, aquel en el que no nos reconocemos. La locura se define negativamente, por aquello que no es. La locura es la evidencia de algo que no está, de un sentido que falta, de un no ser. Entonces, ¿quién puede distinguirla? ¡Nosotros!, los que detentamos las reglas de la razón, que difiere de la razón-no-razonable de los otros.
La locura pone de relieve las separaciones y los enfrentamientos irreconciliables. La locura es, por tanto, un límite. El límite por el que se rechaza al otro, por el que se actúa la separación del otro, por el que se acalla o silencia su lenguaje. Alguien dice: ¡aquel está loco! y el reflejo del espejo en que se mira le responde: vos estás cuerdo y sabés reconocer el secreto profundo del otro que te revela el tuyo.
La perturbación del loco tiene la forma de regresión, de retorno a lo infantil o a lo primitivo. El loco se encierra en su propio mundo y, a la vez, se abandona a los acontecimientos. Su regresión se hace posible por su incapacidad de integrar el pasado en el presente. El loco tiene las facultades del espíritu en movimiento, no está adormecido, pero funciona en el vacío; su intensidad y su fuerza garantizan su inocencia. La locura acarrea la misma inquietud que la muerte, en tanto se vive como una amenaza constante que, en cuyo caso, proviene desde dentro de la propia existencia. La locura es, por tanto y otra vez, un límite. Es el límite de la razón porque se enfrenta a ella, pero es también el límite de la existencia, como la lepra; los que la padecen son excluidos, los que la portan nos recuerdan la presencia del final.
La idea de locura, a lo largo de la historia, se acerca y se aleja de la animalidad feroz, la alienación, la ceguera, el delirio, el desorden, el error, el frenesí, la insensatez, la libertad, lo monstruoso, la pérdida de las facultades mentales, la perversidad, la privación de la posibilidad de reconocer la verdad, lo salvaje, la sinrazón, el sufrimiento. Pero hay también una locura sabia, hay también una locura de Dios (1 Cor., 25).
Dra. en Filosofía por la Universidad de Navarra; investigadora y profesora titular FCE, UCA