La generación incomprendida: ¿qué tienen los jóvenes en la cabeza?
En plenos Juegos Olímpicos, la nadadora argentina Delfina Pignatiello decidió priorizar su salud mental. Tal vez la haya alentado el coraje de la gimnasta norteamericana Simone Biles, que se animó a poner sus miedos sobre la mesa y convirtió a la cuestión psicológica en uno de los temas centrales en el escenario de Tokio. Pueden parecer hechos aislados, o a lo sumo vinculados con la exigencia del deporte de elite y las presiones de un mundo ultracompetitivo. Sin embargo, también pueden ser interpretados como síntomas de algo más profundo: una nueva sensibilidad entre los jóvenes; una transformación cultural que modifica su escala de prioridades y preocupaciones. Si miramos alrededor, veremos que cada vez es más frecuente que los adolescentes vayan al psicólogo y hablen de ese tema con soltura y naturalidad. Quizá sean indicadores de un fenómeno social y cultural que la política no logra descifrar y que ni siquiera ha registrado. ¿Los jóvenes tienen otra cabeza y la clase política no ha logrado verlo?
En estos días de campaña electoral, muchos dirigentes y candidatos parecen estar haciendo un curso tardío y acelerado para “conectar con los jóvenes”. El Gobierno y también la oposición han advertido que ahí tienen “un problema”. Algo parecería haberse roto entre la política tradicional y las nuevas generaciones. El escepticismo parece dominar entre las franjas sub-30, que representan un tercio del padrón electoral. Se encienden algunas alarmas, porque el escepticismo suele sintonizar con la antipolítica. Y ya hay datos de una adhesión juvenil a emergentes que intentan representar una transgresión aparatosa y rupturista.
El oficialismo improvisó sobre la marcha un discurso atolondrado para conectar con los jóvenes. Eso explica el raid de declaraciones que incluyó, sin mucha elaboración, desde un llamado a debatir la legalización de la marihuana hasta el lanzamiento del DNI no binario y la autodefinición del Presidente como “un revolucionario”. En todo eso, sin embargo, parece haber una subestimación del electorado juvenil, además de una evidente incomprensión. La idea de que los jóvenes proclaman la “marihuana libre” y creen en “la revolución” parece atrasar unos sesenta años. Creer que las causas de la corrección política que identifican a pequeñas minorías urbanas representan a toda una generación es, por lo menos, otra simplificación.
Esos jóvenes que hoy ponen en primer plano la cuestión de la “salud mental” sufrieron, en el último año y medio, a un gobierno que la minimizó y la ninguneó. Si hay algo que las nuevas generaciones valoran como bien supremo es la libertad. Y sintieron que les fue recortada, no siempre con argumentos sólidos, no siempre con responsabilidad y ni siquiera con dolor.
Pero esta es, además, una generación que –para bien y para mal– discute sus derechos de otra manera. Son hijos de una transformación social en la que la voz y el modelo de los adultos son discutidos por los chicos casi desde que aprenden a hablar. Reivindican su derecho a elegir y a decidir apenas empiezan a vestirse. Es una generación más exigente que exigida, que ha encontrado en la tecnología una “patente de superioridad” frente a sus padres, que impone en la casa nuevos patrones culturales (desde formas de alimentación hasta un vínculo “humanizado” con los animales y la naturaleza). Es una realidad que tiene claroscuros, pero que exige ser comprendida. A esa generación el Presidente pretende explicarle que “no los encerré; los cuidé”. Los jóvenes no solo valoran la libertad: detestan la hipocresía y el doble discurso. A esa generación el Presidente le dice “no soy careta”. Pero en los celulares de los pibes estalla la foto de un cumpleaños vip en Olivos en el momento en el que ellos no podían salir de su casa. Se ha extraviado el sentido de la ejemplaridad.
Ya mucho antes de la pandemia, y como parte de un fenómeno que excede incluso a la Argentina, los jóvenes se sienten huérfanos de certezas, acosados por la incertidumbre, con el temor a ser una generación con menos oportunidades que la de sus padres. Es una generación más libre, menos dogmática; más consciente de la salud del planeta y más respetuosa de las diversidades. Pero también es una generación más expuesta y vulnerable, que siente que no camina sobre tierra firme, sino sobre arenas movedizas. En nuestro país, un joven que nació hace veinte años no conoce otra cosa que no sea la recesión y la inestabilidad económica. En el mejor de los casos, ha visto a sus padres achicarse, si es que no perdieron el empleo o el negocio. Es una generación que no conoce el crédito, que siente que un título de bachiller no le sirve para nada y que una carrera universitaria tampoco le garantiza un futuro. Algunas de esas variables han formateado una “nueva cabeza” entre los jóvenes. Lo único que tenían era la libertad (es una generación que no ha sufrido guerras ni dictaduras). En el último año y medio han sentido el aliento del Estado en la nuca, con prohibiciones y restricciones que los dejaron maniatados.
Los jóvenes –sobre todo en los centros urbanos y en las franjas con necesidades básicas satisfechas– piensan de una manera completamente distinta. A la clase política, quizá por vivir encerrada en su propia burbuja, le cuesta interpretar y descifrar esos cambios. Hay franjas por debajo de los 25 o de los 30 con ambiciones diferentes a las de sus padres: no quieren tener un auto; prefieren la bicicleta o el monopatín. Quieren trabajar cuatro días a la semana y tener más tiempo libre aunque ganen menos; prefieren ahorrar para “vivir experiencias”, y no para comprar bienes durables. No se casan, viven las relaciones “sin ataduras” y muchos deciden no tener hijos. Valoran más la libertad que el compromiso; el presente que el largo plazo. Prefieren vivir en un monoambiente, pero explorar en el verano el Amazonas. Es una generación con otro concepto de “salud”, que, por supuesto, pone en primer plano la dimensión mental y psicológica.
Entender qué pasa por la cabeza de las nuevas generaciones es, quizá, el gran desafío no solo de la política, sino de la dirigencia en general. Es un desafío también para los líderes educativos, para padres, madres y docentes; para empresarios y referentes sociales y del deporte. Entender no es necesariamente conceder. Interpretar a los jóvenes tampoco es darles siempre la razón. Descifrar los códigos, temores y aspiraciones de una generación no es subordinarse a ellos. De hecho, hoy muchos jóvenes suelen anteponer sus derechos a sus obligaciones, y ese desbalance exige el liderazgo y la autoridad de los adultos. En cualquier caso, lo que se necesita es un genuino esfuerzo por entender. Y para eso es fundamental evitar simplificaciones, estereotipos y prejuicios, en los que el poder suele caer con recurrente intensidad. A pesar de que pueden identificarse algunos rasgos a trazo grueso, “los jóvenes” nunca son un universo homogéneo. Creer que la militancia del Nacional Buenos Aires representa a los chicos del interior bonaerense o a los del conurbano o la periferia de Rosario sería un ejercicio de reduccionismo que abonaría la idea de “generación incomprendida”. Creer que las preocupaciones de los jóvenes en situación de pobreza (6 de cada 10 en el Gran Buenos Aires) son asimilables a las de la clase media acentuaría el malentendido.
Aunque sea por los sustos preelectorales, sería bueno que la política empiece a pensar en los jóvenes. Ojalá lo haga con seriedad, sin creer que el problema se resuelve hablando de “jóvenes y jóvenas” o apelando a trucos de marketing. El mensaje más fuerte de las próximas elecciones ¿saldrá de la cabeza de una generación incomprendida? Faltan cuatro semanas para saberlo.ß