La frontera translúcida entre ciencia y religión
Mientras, como hasta hoy, no haya pruebas de la existencia de Dios pero tampoco de su inexistencia, la discusión no estará cerrada; si el ateísmo, aun sin pruebas, pretende dar una respuesta negativa inapelable a esa pregunta, estaría incurriendo en un acto de fe
ROCHESTER, Michigan.- No hay idea más cautivante que la de Dios. Ni una creación de la mente más poderosa que la ciencia. O quizá sea al revés. Lo cierto es que la relación entre estas grandes fuerzas culturales (la ciencia y la religión) fue, a lo largo de la historia, tumultuosa: de diálogo y armonía para muchos, de conflicto irreconciliable para otros y de convivencia distante para quienes (incluida la Academia de Ciencias de los Estados Unidos) la ciencia y la religión ocupan jurisdicciones separadas –la razón y la fe– de la experiencia humana.
En años recientes, el conflicto ciencia-religión subió de intensidad, liderado por los cuatro jinetes del nuevo ateísmo: el biólogo Richard Dawkins, el filósofo Daniel Dennett, el periodista Christopher Hitchens y el neurocientífico Samuel Harris, todos autores de best sellers en los que argumentan, con lógica incisiva, que la ciencia y la religión son incompatibles, que la religión es un engaño, una ficción (más maligna que benigna) de la mente.
El nuevo ateísmo tiene tanto de científico como de movimiento político y es explicable en parte como contraofensiva al resurgimiento de fundamentalismos religiosos en el mundo anglosajón: según encuestas de organismos como Independent Communications and Marketing (ICM ), de 2004, el 74% de los norteamericanos cree en la vida después de la muerte y, según una encuesta de Gallup, de 2012, el 42% de los norteamericanos cree que Dios creó al hombre en su forma actual, hace 10.000 años. Dentro de este resurgir creacionista, los nuevos ateos se enfrentan al así llamado "diseño inteligente", una visión pseudocientífica "alternativa" a la visión darwiniana del origen de las especies que germinó, y sigue proliferando, luego de que, en 1987, la Corte Suprema de los Estados Unidos prohibiera la enseñanza del creacionismo en las escuelas públicas.
En el mundo católico (al menos el latino) el voltaje del conflicto es menor: en 1996 el papa Juan Pablo II reconoció que la teoría de la evolución, "más que una hipótesis" es una teoría aceptada por la ciencia, que el cuerpo evolucionó de acuerdo con procesos naturales, mientras que el alma es una creación de Dios. Pero para los nuevos ateos (o para los científicos no creyentes en general) el conflicto persiste ya que el alma está fuera del mundo físico y, para el dogma científico, o para el naturalismo, solo existe el mundo físico, sujeto a leyes de la naturaleza que la ciencia fue descifrando a lo largo de un arduo proceso de experimentación y verificación.
La raíz del conflicto ciencia-religión está en su origen común: la ciencia moderna es la búsqueda de explicaciones del orden universal, preguntas cuyas respuestas más antiguas son de origen religioso. Hoy, la ciencia nos dice que, a pesar de las facultades superiores del cerebro humano, no ocupamos un lugar especial en el universo, y la vida es un proceso físico que no necesita de intervención sobrenatural para su origen. El conflicto desaparecería (como propone el paleontólogo Stephen J. Gould) si la religión cediera competencia en hechos que tienen que ver con el mundo y con su funcionamiento. O con eso que llamamos mundo, el mundo material, el mundo físico. La religión postula la existencia de algo más allá del mundo físico, el mundo espiritual, que no está en principio sujeto a las normas del mundo físico. Pero eso no resuelve el conflicto ya que cualquier entidad que existe en ese mundo no físico interactúa e interviene de algún modo en el mundo físico. En la plegaria, por ejemplo, el que reza manda un mensaje específico a un mundo fuera de lo físico y alguna entidad espiritual –llamémosla Dios– concede (o no) lo pedido y actúa sobre el mundo físico, cambia su destino, curándolo de una enfermedad o haciendo que su club gane la final del torneo. De modo que, en una visión racional, el mecanismo de interacción entre el mundo físico y el espiritual podría ser una pregunta científica. No tenemos evidencia de esa interacción o del mecanismo de intervención divina, sólo testimonios circunstanciales. Pero, como reza un cliché muy usado en estos planteos, ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia. De cualquier modo, si existe un mundo o una entidad sobrenatural –sujeta a leyes divinas– que influye y gravita, aun cuando sea de un modo misterioso, sobre nuestro mundo natural –descriptible a través de leyes físicas– entonces la interacción entre esos dos mundos es posible y la frontera entre ciencia y religión es translúcida.
Para el ateísmo, la hipótesis sobrenatural es innecesaria; toda la riqueza y complejidad del mundo, aun lo que todavía no entendemos, es comprensible por la ciencia. Para esta visión, la idea del alma, por ejemplo, fue demolida por la neurociencia: la mente no es más que un complejo mecanismo neuronal que origina –todavía no se sabe bien cómo– la conciencia. Muerto el cuerpo, muerta el alma. Y lo mismo con el concepto de moral, que para muchos creyentes no existe sin un sustento religioso; según sólidas teorías evolutivas (aceptadas por algunos teólogos), la cooperación y el altruismo representan una ventaja reproductiva: es posible una moral sin Dios.
Esta visión evoca la famosa "navaja de Ocam": entre varias hipótesis hay que elegir la más simple y prescindir de la idea de Dios. Pero, ¿tiene el universo la obligación de comportarse acorde a nuestras necesidades argumentales o de acomodarse a lo que a la mente humana le resulte más simple?
Nuestra mente es el producto de un proceso evolutivo, nuestra presencia parece arbitraria, nuestro propósito indescifrable y nuestra existencia una mera cuestión de azar. ¿Por qué entonces confiar ciegamente en las conclusiones de una mente que no fue programada, al menos en principio, para descifrar los secretos últimos del mundo? ¿No cabe acaso la posibilidad de un mundo, o de configuraciones del mundo, que estén para siempre fuera del alcance de la razón? El filósofo Thomas Nagel lo dice mejor: "El naturalismo evolucionista implica que no deberíamos tomarnos nuestras convicciones tan en serio, incluida la visión científica del mundo, de la que el mismo evolucionismo naturalista depende".
Para promover un debate interdisciplinario entre ciencia y religión, en 1987, el inversor y filántropo John Templeton creó la fundación que lleva su nombre, y que promueve la investigación y el debate entre científicos, teólogos y filósofos sobre "Grandes Preguntas", como: ¿por qué se puede describir el universo con las matemáticas? o ¿son posibles los milagros? La fundación subsidia proyectos y otorga un premio anual de un millón y medio de dólares a personas vivas que hayan contribuido excepcionalmente a la dimensión espiritual de la vida a través del conocimiento, el descubrimiento o aportes prácticos. Entre sus ganadores están la Madre Teresa, el escritor Aleksandr Solzhenit- syn y Charles Townes, premio Nobel de Física y coinventor del láser. Entre los detractores están los científicos ateos, como el cosmólogo Sean Carroll. Para Carroll, el propósito de la fundación "es desdibujar la línea entre la ciencia honesta y la actividad religiosa explícita, haciendo parecer que las dos disciplinas son parte del mismo gran proyecto".
Ninguna organización que promueva el debate serio sobre problemas irresueltos debe ser ridiculizada. Sobre todo cuando los problemas se tocan con las limitaciones propias de la mente humana. El concepto de Dios, o de la existencia de Dios, no está bien definido como pregunta científica y dar una respuesta negativa inapelable a una pregunta mal formulada antagoniza con la ciencia: el ateísmo es, en todo caso, anticientífico.
En la década de 1930, el matemático Kurt Gödel demostró que los sistemas formales, sistemas lógicos que incluyen la matemática, contienen enunciados verdaderos pero que son indemostrables. ¿Podrá haber una limitación parecida en nuestra comprensión del mundo? Sobre esto, el físico Stephen Hawking (que no se declara religioso) dice: "De acuerdo con la teoría positivista de la ciencia, una teoría de la física es un modelo matemático. De modo que si hay resultados matemáticos que no pueden ser demostrados, pueden existir problemas físicos que no pueden predecirse." Y en un famoso artículo de 1960, Eugene Wigner, premio Nobel de Física, se pregunta por qué las matemáticas, curiosamente, funcionan con tanta efectividad para describir la naturaleza. Su respuesta: "Es un acto de fe".
Alberto Rojo es doctor en Física, Oakland University; Ignacio Silva, doctor en Teología, Oxford University
Alberto Rojo y Ignacio Silva