La frontera de la moral
Puede entenderse que, desde un ideario populista, se conciba al pueblo como un todo homogéneo e irreductible cuyos contornos imprecisos dejan fuera no obstante a los sectores más acomodados y a una parte significativa de la clase media, indiferente, consumista y carente también, cómo no, de sensibilidad social.
De la misma manera puede entenderse que, bajo el influjo de un colectivismo metodológico algo gastado, se atribuya a ese pueblo personalidad propia, voluntad, espíritu y hasta una supuesta sabiduría que siempre encontrarán, no hace falta decirlo, voceros de ocasión y demagogos dispuestos a encarnar.
Finalmente cabe admitir que, en nombre de un keynesianismo de barricada, se defienda una economía fuertemente intervenida (pero soberana al fin), que ofrece empleo público en abundancia, dilapida lo que no tiene y genera déficits traumáticos, o que se promueva, por otro lado, un aislamiento internacional alcanzado al precio (nada "cuidado" por cierto) de una alardeada hermandad bolivariana.
Todo esto puede entenderse, reitero, aunque no se comparta. Convicciones profundas, deudas intelectuales, devociones sinceras, una dosis aceptable de oportunismo y otras tantas motivaciones pueden llevar a una cantidad considerable de profesionales, académicos, artistas y, en general, mujeres y hombres de a pie a sostener esas concepciones sobre la sociedad, la economía y aun sobre el modo más conveniente de interactuar con el mundo, que otros en cambio, por razones no menos bienintencionadas, nos obstinamos en cuestionar.
Sin embargo, ¿cuál es la frontera que debemos cruzar para juzgar como un hecho secundario la corrupción exhibida por un elenco de allegados y ex funcionarios de un gobierno que hoy disfrutan de sus millones sin rendir cuentas debidas de su conducta? ¿Qué lealtad partidaria, qué certezas, solidaridades, odios o apremios impiden todavía a miles de argentinos reconocer la cantidad de acciones ilícitas que en los últimos años convirtieron el tesoro público, para evocar a Montesquieu, en "patrimonio de los particulares"?
Recuerdo una conversación bastante desalentadora que mantuve hace tiempo con un simpatizante del kirchnerismo por el que siento el mayor aprecio. Me interesaba conocer cuáles podían ser sus argumentos para defender la permanencia en el cargo del entonces vicepresidente de la Nación o el silencio que, sobre su genio y figura (y sus tropelías), guardaba disciplinadamente el oficialismo con alguna honrosa excepción. "Es como cuando te subís a un bondi", me respondió. "A lo mejor no te gustan todas los pasajeros que están a tu alrededor pero lo que a vos te importa es llegar a destino." "¡Por supuesto!", pensé para mí. Sólo que no me daría lo mismo arribar a destino sano y salvo que despojado de mi billetera y mi reloj o, peor aún, acusado de traidor por haber expresado en medio del viaje mis deseos de bajarme.
¿Cómo justificar lo injustificable? Ésta es la pregunta del millón que mantiene perplejos a quienes, menos indulgentes, o tal vez por falta de un estómago adecuado, nos asquean tantas imágenes de opulencia, tantas fortunas amasadas de la noche a la mañana, tantos dólares escrupulosamente contados por un grupo de inescrupulosos que, apañados por el poder político y una larga cadena de complicidades, probablemente ya no alzarán sus copas de buen whisky ni podrán pasearse a sus anchas por alguna avenida porteña o santacruceña. No hay ningún orden temporal que pueda consentir semejantes acciones y omisiones, ni mucho menos un orden democrático y estable.
El mismísimo Maquiavelo habría sido el primero en condenarlos. Porque se alejaron del Bien, no por necesidad, con el propósito de mantenere lo stato, sino para salvarse a sí mismos y llenarse de plata. Creer, por el contrario, que la continuidad de un verdadero modelo de inclusión social, nacional y popular es el presente que nos robó el sufragio de un electorado desagradecido; creer que de ese modelo debe separarse, como la paja del trigo, la corrupción institucionalizada que no lo invalida para nada puesto que ni siquiera roza a sus principales responsables, no podría considerarse a estas alturas como una expresión de ingenuidad, ni como un acto de fe, ni como el efecto consciente de un amor correspondido. Es simplemente un error flagrante e interesado. Una muestra de pasmosa hipocresía.
Si nuestros jueces, mejores o peores, pueden levantar de una buena vez los mantos de impunidad que han venido protegiendo a unos pocos y malogrando la vida de muchos; si, gracias a esto, las fronteras de la moral que veníamos cruzando con naturalidad se nos vuelven menos accesibles, quizá podremos entrever, como por un resquicio, un futuro más promisorio y un presente con menos privaciones para los que, definitivamente, ya no pueden esperar.
Profesor universitario de Teoría política