La “franquicia” del peronismo está en juego
Preguntas cruciales que responderán las urnas sobre un movimiento que los más humildes votan con fe religiosa
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Podría ser un cuadro impresionista, por los claroscuros de la imagen. Se trata de un hombre en el momento exacto en que es inoculado con alguna de las vacunas contra el Covid. La escena sucede en el conurbano.
La mirada del anónimo personaje lo dice todo: mira con devoción y mansedumbre, mientras aguanta el pinchazo, hacia una pared baqueteada, en la que está pegado un póster de Eva Perón.
Es peronismo en estado puro: no hay nada racional allí, pero la conexión entre la vacuna y la “abanderada de los humildes” es auténtica y automática. Ese sentimiento de agradecimiento, instintivo y atávico, se viene construyendo de generación en generación. Nadie lo puede desmontar; mucho menos, las frías apelaciones a un “republicanismo” retórico, lejano y poco empático, que ofrece la oposición desde la vereda de enfrente.
Hay algo religioso que el peronismo folclórico fogonea con éxito a través del tiempo: la fidelidad a Perón y Evita por parte de los más humildes. Como en los cultos judeocristianos, pero en escala abismalmente más precaria y diminuta, la tradición peronista –que ya lleva 76 años de vigencia– no garantiza confort inmediato, sino la esperanza de una vida mejor a futuro. Para el feligrés es suficiente esa promesa. Y vota en consecuencia.
Es más: cuanto peores son las condiciones de vida y menores son las herramientas educativas y políticas de que disponen para entender lo que les sucede, mayores son las necesidades de aferrarse a la ilusión de ese porvenir idílico que no solo nunca llega, sino que tiende a deteriorarse. Intentar desarmar esa ensoñación desde la política convencional es una tarea imposible, aunque existe un solo antídoto efectivo: comida en el plato de cada día, techo asegurado, trabajo digno y bien remunerado y, por cierto, seguridad para poder disfrutar en paz de todo lo anterior.
Pues bien: ningún gobierno no peronista ha logrado tal proeza. Por cierto, tampoco los justicialistas, al menos en sus versiones más recientes. Pero han convencido con meros paliativos a los más desamparados de que sin ellos sería peor.
Un pequeño ejemplo: según un informe de la UCA, y tal cual explicitó LA NACION en un título de días atrás, “la Tarjeta Alimentar redujo el hambre en hogares pobres”. La política implementada por la gestión de Daniel Arroyo, que deja el Ministerio de Desarrollo Social para ir a ocupar el puesto N° 12 en la lista del Frente de Todos en la provincia de Buenos Aires, es presentada como un “derecho”, cuando es una vil tergiversación del sentido de esa palabra. Porque el verdadero derecho sería que la política hubiese hecho todo lo necesario para que los beneficiarios de ese plan de emergencia nunca cayeran en esa situación.
Otro “derecho”: gozar de tarifas fijas de servicios, como electricidad, agua y gas, aunque sea a costa de que empeoren y fallen en los momentos más cruciales (crudo invierno y tórrido verano). Paradójicamente, son los más pobres los que padecen las consecuencias de tener que pagar garrafas más caras, no contar con agua potable y sufrir cortes de luz cuando el calor aprieta.
Las actuales autoridades podrán echarles la culpa de la situación a la pandemia (y a las restricciones abusivas que paralizaron a sectores de la economía) y al gobierno anterior (el “pero Macri” se acelera en el inicio de la campaña electoral a niveles risibles).
Sin embargo, toda la política aún no respondió –no solo el peronismo, aunque ciertamente le cabe la mayor responsabilidad porque es la fuerza que más años gobernó– qué desastres hicieron para que en menos de cincuenta años la Argentina haya pasado de tener apenas un 4% de pobreza a elevarla más de diez veces, cifra que trepa a más del 60% en menores de edad, lo que hipoteca nuestro futuro.
La ineficiencia, la corrupción y los planes errados aunados se han convertido en pujante fábrica de pobres. Y el populismo parece sentirse cada vez más a gusto con esta situación, que no deja de retroalimentarse, al mismo tiempo que se van resintiendo los modales democráticos y los autócratas se expanden a sus anchas.
No solo si estamos a siete diputados de perder la república (la frase consagratoria del año de Mario Negri, más allá de sus imprecisiones) es lo que está en juego en las próximas elecciones.
También, o por sobre todo, el peronismo arriesgará en qué manos continuará, o no, su aclamada “franquicia”.
Y es en este punto donde, por ahora, solo hay preguntas que el tiempo responderá: ¿el ultrakirchnerismo logrará ratificar su poder?, ¿a qué juegan los “independientes” Omar Perotti (gobernador de Santa Fe) y su par cordobés, Juan Schiaretti?, ¿podrá Florencio Randazzo recrear la “ancha avenida del medio” que tanto le sirvió a Sergio Massa para pendular y escalar posiciones?, ¿cuáles son los sueños ocultos del presidente de la Cámara de Diputados respecto de 2023?