La fragmentación del sistema político: beneficios y riesgos
Luego de haber experimentado su big bang con la emergencia del fenómeno Milei, la fragmentación es el aspecto más saliente del sistema político argentino. Esto le permitió al gobierno nacional, con acotado esfuerzo, evitar que el Congreso insistiera con la fórmula de actualización jubilatoria, lo que habría implicado una severa derrota, ya que esa mayoría calificada de dos tercios representaba una potencial amenaza a la gobernabilidad. No solo coartaba el uso del veto presidencial ante otras iniciativas parlamentarias que pretendieran condicionar el accionar del Poder Ejecutivo, en especial en el plano fiscal, sino que representaba una bomba de tiempo ante la eventualidad de un pedido de juicio político.
Los mercados reaccionaron de forma muy positiva ante esa masa crítica de legisladores heterogéneos que fueron vitales para despejar cualquier incógnita o especulación sobre riesgos de inestabilidad política de esta singular experiencia libertaria. Sin embargo, esa misma fragmentación, funcional en esta coyuntura para que el Gobierno avance con su agenda transformacional, constituye un problema no menor para el sistema de partidos y para la representación efectiva de los intereses de la sociedad. Aunque parezca contradictorio, es un arma de doble filo: facilita acuerdos de corto plazo, pero si no se resuelve o no se limitan sus efectos deletéreos, a mediano y largo plazo socava la legitimidad del sistema democrático.
El debilitamiento y la atomización del orden bipartidario en Venezuela erosionaron el consenso sobre su democracia y crearon las condiciones para el surgimiento del fenómeno chavista. Se trata del caso más dramático de regresión autoritaria en la región (desde finales de los años 1950 hasta finales de los 1980 fue tal vez el país más democrático de América Latina, cuando desde México hasta la Argentina predominaban distintas formas de autoritarismo o regímenes híbridos). El politólogo Michael Coppedge tuvo la lucidez de identificar en esa época los riesgos de lo que era visto como un decaimiento gradual y progresivo, pero nadie imaginó un desenlace tan dramático como el imperio del terrorismo de Estado en el que se convirtió en las últimas semanas ese desdichado país, según un informe reciente de las Naciones Unidas.
En nuestro contexto, la cuestión de las tendencias secesionistas o de luchas facciosas es parte de la cultura política: desde la derecha más recalcitrante hasta la izquierda trotskista, pasando los movimientos sociales, las organizaciones sindicales y las asociaciones del sector privado y la sociedad civil, todos se caracterizan por sus permanentes cismas internos y por un predominio de liderazgos caudillistas. Esto suele catalizarse por el efecto magnético que ejercen los recursos materiales y simbólicos que acumula el Poder Ejecutivo que, si no irresistibles, son muy difíciles de ignorar, en especial para los integrantes de partidos con responsabilidades ejecutivas en niveles provincial y local. Por otra parte, en un clima de incertidumbre y con partidos tan endebles, los mecanismos de supervivencia política individual o sectorial explican la tentación de acordar con quien ejerza el poder de turno. Se trata de la tensión que tan bien analizó Max Weber (de ahí lo tomó Raúl Alfonsín) entre la “ética de la responsabilidad” (también “pragmatismo” o, más críticamente, “colaboracionismo”), en contraposición con la “ética de las convicciones”, es decir, las posturas más “puristas” en materias de ideas, valores y doctrinas. Este dilema puede traducirse en función de la fórmula inmortalizada por Leandro Alem: el original “que se rompa pero que no se doble” (aunque derive en partidos más pequeños e ideológicos y en un sistema político inestable o caótico), o el ahora habitual “que se doble pero que no se rompa” (aunque erosione la legitimidad del sistema político por un exceso de pragmatismo y un peso relativo menor de las ideas y doctrinas).
Por lo menos en teoría ambas cosas son muy necesarias. Por un lado, resulta fundamental contar con un número importante de actores políticos con una cuota amplia de moderación y pragmatismo para asegurar la gobernabilidad y buscar acuerdos interpartidarios que fortalezcan la institucionalidad democrática y otorguen certidumbre y previsibilidad a los actores económicos, en especial en políticas públicas esenciales. Los “dadores voluntarios de gobernabilidad” de los que siempre habla Jorge Asís. Que “el peronismo siempre corre presuroso en auxilio del ganador” puede considerarse la verdad número 21 de ese movimiento. Pero se identifican segmentos “acuerdistas” en todas las fuerzas y etapas de nuestra inestable y compleja historia. Por otro lado, la conversación pública requiere una amplia dosis de tolerancia y respeto hacia las diferencias, mucha apertura mental y, al mismo tiempo, firmeza y claridad en los principios. Si todos o la mayoría de los protagonistas del sistema “piensan lo mismo” o proponen argumentos convergentes, ¿cómo van a mejorar las políticas públicas que debaten para resolver los principales problemas de los ciudadanos? Además, considerando la necesidad de la alternancia, es indispensable que existan diversidad y calidad en la oferta electoral para evitar que adquieran popularidad propuestas extrasistémicas irrespetuosas del orden institucional o con un estilo de liderazgo y narrativas estigmatizantes que vulneren la convivencia democrática.
Existen innumerables ejemplos de la dinámica de cooptación por parte del Poder Ejecutivo nacional (lo mismo ocurre en provincias y municipios). Solo en las últimas cuatro décadas, Alfonsín atrajo a socialistas como Simón Lázara, peronistas como Carlos Alderete (que fue ministro de Trabajo), centristas como Francisco Manrique y partidos de derecha con vínculos con el Proceso como el Movimiento Popular Jujeño de María Cristina Guzmán. Menem hizo lo propio con la Ucedé de la familia Alsogaray, el desarrollismo, parte del Partido Intransigente, la democracia cristiana y hasta excarapintadas. Y hubiese cooptado parte del radicalismo si Alfonsín no hubiera firmado el Pacto de Olivos. Hasta Fernando de la Rúa fue capaz de acordar con Domingo Cavallo, tercero en las elecciones de 1999. Néstor Kirchner sedujo a casi todo el Frepaso primero y a buena parte de la UCR después, con la “transversalidad” y la “concertación plural”, además de un gran número de agrupaciones de izquierda (autopercibidas como el “campo popular” a pesar de su mínimo peso electoral). Algunos se refieren ahora de manera despectiva a los “radicales M” como antes se hablaba de los “radicales K”. Pero el fenómeno es recurrente y generalizado.
CFK lo sufre en carne propia. Gobernadores peronistas norteños mantienen vínculos fluidos con la Casa Rosada y, en casos como el del tucumano Osvaldo Jaldo, son aliados estratégicos de creciente influencia. Peor aún, algunos peronistas tradicionales con credenciales firmes, como Sergio Berni, José Mayans o Guillermo Moreno, no ocultan su simpatía por Victoria Villarruel. Hasta intendentes del conurbano bonaerense miran con cariño la posibilidad de puentear a Axel Kicillof y obtener algunos recursos para obra pública.
Seguramente, para las elecciones de 2025 el sistema habrá aprendido las lecciones de 2005, 2011 o 2017: la fragmentación favorece a las fuerzas que detentan el poder. Es de esperar, entonces, que la dinámica electoral contribuya a acotar la actual atomización. Sin embargo, el sistema político en su conjunto necesita reformas de fondo y esfuerzos sistemáticos para asegurar el orden democrático y la alternancia. Roto el imperfecto “orden” del reciente bicoalicionismo, que había reemplazado al bipartidismo tradicional, debe surgir algo nuevo, diferente, resiliente y con reglas que brinden estabilidad.