La fatal nueva normalidad del cristinismo
Alerta de spoiler. En uno de los primeros capítulos de Borgen, el empresario más importante de Dinamarca se opone a un proyecto que obligará a los directorios a tener tantas mujeres como hombres. Y amenaza con llevarse a sus compañías fuera del país. La primera ministra, Birgitte Nyborg, lo llama a su despacho. Tiene algo para ofrecerle. A cambio de que acepte el proyecto, extenderá el plazo para que las empresas danesas se adecuen a las exigencias ambientales. Se dan la mano, tienen un trato.
La serie escandinava cumplió 10 años el mes pasado, pero recién ahora Netflix la subió a su plataforma. A fines de 2019 se fue a vivir al extranjero el creador de la empresa mejor cotizada del país y un año después, sin debate parlamentario y por decreto, el Gobierno ordenó la paridad de género en los directorios.
Al gobierno que preside Alberto Fernández le resulta normal que su líder, la vicepresidenta, ponga a su servicio todos los resortes del Estado para ejercer su defensa penal.
Marcos Galperin, propietario de Mercado Libre, no se fue por esa medida. Cada vez que se acercó a hablar con las nuevas autoridades lo zamarrearon con advertencias de nuevos impuestos antes de entrar a ver al nuevo presidente. En público, varios dirigentes del kirchnerismo lo atacaron y poco menos que celebraron que eligiera irse a Montevideo.
La nueva normalidad de la Argentina esconde viejos y recurrentes resabios. Es lo que detona la desconfianza en el futuro del país de la que todos hablan y que pocos combaten, pese al temor coincidente a otra deflagración de la economía. Las repeticiones no reponen el pasado, lo empeoran.
Otra vez, se ha naturalizado irse. Unos fantasean con mudarse cerca, pero es todavía más doloroso ver que los hijos ponen sus ilusiones lejos de la crisis argentina generada por sus padres y abuelos.
Con alegre liviandad también se instala desde el Gobierno que para solucionar la histórica crisis habitacional o los reclamos de los pueblos originarios sea aceptable la ocupación de bienes ajenos.
Al gobierno que preside Alberto Fernández le resulta normal que su líder, la vicepresidenta, ponga a su servicio todos los resortes del Estado para ejercer su defensa penal. Eso incluye desde el traslado de jueces que intervinieron o pueden juzgar a Cristina Kirchner hasta el aumento del número de miembros de la Corte Suprema y las maniobras constantes para desplazar al jefe de los fiscales.
¿Hace falta decirlo? La confianza en un sistema político se basa en el respeto a quien tiene la última palabra en caso de conflictos, la Justicia. Es un valor político para los ciudadanos comunes que, además, garantiza inversiones o las ahuyenta cuando se lo destruye desde el propio poder en nombre de urgencias personales.
Con alegre liviandad también se instala desde el Gobierno que para solucionar la histórica crisis habitacional o los reclamos de los pueblos originarios sea aceptable la ocupación de bienes ajenos. En una sobreactuación a la medida de las sospechas que él despierta en el kirchnerismo, Santiago Cafiero dijo que, hasta tanto no haya un fallo definitivo, el dueño de un terreno no tendrá derecho a recuperarlo. Eso supone la posibilidad de esperar décadas una sentencia sin apelaciones. Es, por lo tanto, aceptable invadir tierras fiscales o privadas.
Del amplio universo de disparates que muchos argentinos creen que expresan la nueva normalidad hay uno que destaca. Y es la legitimación que tiene la ausencia de un acuerdo político serio.
En ese mismo camino la sorpresa es reemplazada por la aceptación de que los defensores de los derechos humanos de la década de 1970 defiendan a quienes los violan hoy, en tiempo real, en Venezuela.
Es la misma lógica que se aplica desde el peronismo gobernante a los participantes en las marchas opositoras, acusándolos de contagiadores seriales, privilegiados y oligarcas, "no pueblo" y odiadores. A ese discurso de rechazo a la participación activa llegó el peronismo, a 75 años de la histórica movilización que le dio nacimiento.
Resulta insólito y desconcertante que en un país en el que los padres futboleros enseñan a sus hijos a no gritar los goles antes de tiempo, el Gobierno haya celebrado por anticipado como un gran éxito los rígidos métodos que usó contra el coronavirus. La pandemia es un trágico maratón en la que los argentinos nos venimos quedando sin aire a muchos kilómetros de la meta.
Del amplio universo de disparates que muchos argentinos creen que expresan la nueva normalidad hay uno que destaca. Y es la legitimación que tiene la ausencia de un acuerdo político serio y responsable para salvar al país de la fenomenal crisis en la que ya se encuentra. La oposición está enfocada en ver cómo acomoda sus liderazgos y el Gobierno, en resolver sus incongruencias internas mientras los indicadores económicos y sociales muestran la dimensión de las desgracias de hoy.
El presente ya es más que la mera insinuación de una pesadilla.