La fase de institucionalización de la revolución libertaria
Internas, pujas por cargos, ambiciones desatadas, especulaciones electorales, conflictos que se salen de proporción… A pocos meses de haber accedido al gobierno, La Libertad Avanza está envuelta en las típicas tensiones que siempre caracterizaron a los partidos políticos. Y no solo en nuestro país: en entornos institucionales más transparentes y previsibles, en democracias más maduras, también se verifican estos comportamientos. Inevitable dolor de cabeza para el Presidente, que enfatiza insistente sobre los aspectos diferenciales de su visión del mundo, con una narrativa que mantiene sus fundamentos conceptuales en especial en un contexto en el que su administración está obligada a negociar y sostener posturas más pragmáticas. “No me importa si no me aprueban la ‘Ley de bases’, declaró esta semana, mientras su equipo hacía esfuerzos denodados para consensuar una versión mucho más acotada y moderada (casta friendly) que el utópico proyecto original.
¿Era plausible esperar una modificación palpable de las formas de sociabilidad política, una dinámica más civilizada de relación entre las partes, una conducta distinta de los integrantes de la aún embrionaria fuerza oficialista? Si la visión de Javier Milei fuera compartida in toto por el resto de su hasta ahora pequeña fuerza, si sus ideas y principios hubieran impregnado las mentalidades y prácticas de quienes la integran, entonces lo ocurrido en estos días debería estar generando decepción y hasta preocupación, en especial para él mismo y para su influyente hermana. Pero poco o casi nada de eso sucedió. Tanto la conformación de las listas de candidatos como el proceso de expansión territorial de LLA se hizo como suele ocurrir con las fuerzas emergentes: con enormes cuotas de utilitarismo e improvisación, contra el tiempo y la escasez de recursos, en medio de la incertidumbre y las dudas que distinguen a los tiempos preelectorales. Más: buena parte del plantel que estuvo a cargo de ese esfuerzo quedó desplazado del estrecho núcleo de influyentes que rodea al Presidente. “Las cosas se hacen como se puede, se construye con lo que hay”, reconoce un integrante de Pro que tuvo un papel crucial en los albores de esta fuerza. Pretender homogeneidad de criterios y disciplina interna resulta, por lo menos, algo exagerado. O, simplemente, una insensatez.
Otra interpretación de este fenómeno, analíticamente más interesante, es que las reglas del juego, formales e informales, influyen en los comportamientos de los actores políticos. En entornos políticos estables, con partidos asentados o con una dinámica de funcionamiento interno que orienta a los protagonistas y acota el margen de incertidumbre, existen mecanismos de selección de liderazgos, solución de controversias y negociación de diferencias para evitar que las tensiones escalen y terminen saliéndose de proporción. Con las fuerzas políticas nuevas ocurre lo contrario. Con una estructura aún gelatinosa, donde (a la moda de estos tiempos) todo es bastante fluido y no se terminaron de definir los mecanismos que regulan su vida interna, tienden a prevalecer las personalidades y el prestigio, en particular de los líderes o grupos fundadores, que cuentan con el valor diferencial de estar desde el “minuto cero”. Los espacios que se ven a sí mismos como transformacionales o revolucionarios, como LLA, tienden a fomentar una épica o memoria común basada en eventos o mitos fundacionales (como la Revolución del Parque de 1890 para el radicalismo o el 17 de octubre de 1945 para el peronismo).
En este caso, lo interesante es que el proyecto político-partidario de LLA se acelera desde la comprobación de que sin una representación parlamentaria y territorial mucho más significativa, no resulta posible avanzar en la agenda de reformas estructurales que propone el Presidente. Es decir, el fracaso original de la “Ley de bases” y el riesgo, por ahora controlado, de que la Cámara de Diputados voltee el DNU 70/2023 de desregulación, parecen haber convencido al Presidente y sus colaboradores de que necesitaban incrementar sustantivamente su poder en términos “tradicionales”. Las redes sociales pueden ser factores determinantes para instalar temas y comunicar acciones, sobre todo para la pelea cuerpo a cuerpo. Es parte de la política, pero de ningún modo la agota. Nada reemplaza el peso específico de la presencia en el Congreso, ni la influencia de los factores de poder reales, como los gobernadores o los intendentes. Se puede incluso ganar elecciones sin un partido político consolidado, pero no se puede gobernar sin una fuerza política mínimamente sólida, con presencia en todo el territorio nacional. Ronald Reagan y Donald Trump (a pesar de sus inconmensurables diferencias) contaron con el respaldo del Partido Republicano; Margaret Thatcher pertenecía al Partido Conservador y lo lideró; Jair Bolsonaro tenía más de dos décadas de experiencia en el Congreso y se respaldó con parte del viejo y fragmentado tejido partidario brasileño.
Así, más allá de la saga de Oscar Zago o de las poco edificantes peleas en torno de Alfredo Olmedo en el Parlasur, estos procesos de reorganización y relanzamiento partidario son caóticos, desordenados, complejos y contradictorios. En rigor, la gestión del Gobierno se ve acompañada a menudo por una suerte de chimichurri con los mismos condimentos. Este gobierno presidido por un libertario, que considera que el Estado es un aparato criminal, de pronto recurre a la Comisión de Defensa de la Competencia por los fuertes aumentos en las empresas de salud privadas, ante la sospecha de cartelización. ¿No tuvo en cuenta este riesgo cuando dictó aquel DNU? ¿Podría ocurrir algo parecido en otros sectores, como el de las empresas de telefonía celular y de acceso a internet? Hablando de contradicciones, el propio Milei impulsa la reversión de los cambios en el régimen del impuesto a los ingresos (mal llamado “a las ganancias”) que había apoyado el año pasado. El Gobierno pretende bajar la carga tributaria, pero comienza su gestión haciendo lo contrario.
Bienvenidos entonces a la dura realidad que implica gobernar, en la que “tenés que hacer lo que tenés que hacer”, con dosis infinitas de paciencia y pragmatismo. “Si dolarizaba, corría el riesgo de que me metieran preso”, le confesó Milei a Alejandro Fantino. Nadie podía dudar de que “la casta” no se iba a entregar sin resistir. Pero ¿tuvo acaso algo que ver en esta nueva perspectiva del Gobierno la opinión del FMI y de los múltiples enviados de la administración Biden? Algunas otras modificaciones parecen menos sencillas de comprender, como la del sector tabacalero: hasta el gobernador de Salta, Gustavo Sáenz, protestó por la decisión del Gobierno de mantener el statu quo, a pesar de que un empresario nacional es el principal beneficiado en perjuicio de multinacionales del sector.
Después del ímpetu transformador original, la gestión Milei parece haber adoptado, con perdón de la palabra, una postura muchísimo más gradualista con tal de avanzar con la “Ley de bases” y llegar con más apoyo y certidumbre al Pacto de Mayo. Los procesos revolucionarios reconocen fases o períodos diferentes. Este parece haber entrado en una etapa de institucionalización: para que la libertad avance, su proyecto debe echar raíces, consolidarse, construir una herramienta electoral eficaz y aprender a ceder y consensuar. El manual de la vieja política que tanto detesta.