La familia encerrada, un experimento con resultado incierto
La psicología y la sociología se ocuparán, algún día, de estudiar el impacto de la cuarentena sobre las familias. Y descubrirán, seguramente, que este experimento de convivencia intensiva ha modificado algunos equilibrios en la vida doméstica, estimulado nuevos hábitos y transformado determinadas rutinas. Quizá descubran, también, que en muchos núcleos familiares el encierro ha fortalecido el vínculo y en otros lo ha deteriorado. Tal vez detecten una nueva escala de valoraciones, en las que la intimidad hogareña pase a tener una gravitación que había perdido. Hoy todo es provisorio y cualquier conclusión puede ser apresurada. Las generalizaciones, por supuesto, también son un ejercicio de alto riesgo. Después de todo, es tan antiguo como cierto aquello de que "cada familia es un mundo". Sin embargo, vale la pena formular, desde una perspectiva periodística, algunos interrogantes sobre las huellas que dejará esta experiencia, al menos en el segmento de la clase media urbana, donde el aislamiento obligatorio ha implicado cambios y adaptaciones a marcha forzada.
En muchos hogares, quizá empiece a perfilarse una familia más cooperativa, con roles más balanceados y mejor repartidos
En muchos hogares, quizá empiece a perfilarse una familia más cooperativa, con roles más balanceados y mejor repartidos. El encierro ha sido una oportunidad para valorar de otra manera el trabajo doméstico, las tareas de cuidado, la exigencia que implican cosas que muchas veces damos por obvias, como el orden, la higiene y el mantenimiento de la casa. Quizá la cuarentena haya hecho una gran contribución a achicar la brecha de género. Aun cuando los roles en el hogar se flexibilizaron mucho en las últimas décadas, todavía es muy frecuente que sean las mujeres las que carguen la mochila más pesada en las tareas hogareñas. ¿Se equilibrarán más las cargas después de la cuarentena? Quizá se acelere un cambio en la morfología familiar. Si ya estaba en entredicho el estereotipo del padre o el marido proveedor, esta experiencia ha desdibujado esos roles de manera más pronunciada. Todos hemos tenido que "proveer" al equilibrio hogareño. Si fuéramos optimistas, podríamos esperar que en "la generación de los hijos cómodos" esta experiencia produzca, también, efectos positivos. Los chicos y adolescentes quizá tomen mayor conciencia sobre las dificultades e incertidumbres que plantea la vida; quizá reconozcan mejor la vulnerabilidad individual y colectiva. Y es esperable que eso los haga más solidarios, más responsables, más sensibles a las necesidades de su propio entorno. La pandemia, en buena medida, los ha sacado de su atmósfera de confort.
La casa, como territorio exclusivo de la intimidad familiar, también se ha transformado con la cuarentena, y es probable que algunos cambios sobrevivan a esta etapa excepcional. Hemos tenido que adaptar el espacio hogareño para hacerles lugar al teletrabajo, a la escuela virtual, a la convivencia full time, al ocio, al esparcimiento y a la actividad física. Esto ha obligado a renegociar pautas de funcionamiento familiar, a establecer nuevas rutinas, encontrar fórmulas para no superponerse y para invadirse lo menos posible en una casa que hoy es oficina, colegio, gimnasio y hasta enfermería. ¿Surgirán hábitos más metódicos y ordenados en la rutina familiar? ¿Se reforzará la autoridad parental –muy de capa caída– a partir de la necesidad de fijar nuevas reglas? La normalidad a. c.(anterior al coronavirus) ordenaba la rutina desde afuera; se dependía más de los horarios externos que de los que se fijaban en casa. El experimento del encierro ha hecho que la organización cotidiana dependa más de nosotros mismos.
Las exigencias laborales, la equidad de género, la doble escolaridad, el corrimiento habitacional hacia zonas suburbanas son –entre otros factores– la explicación de una rutina familiar que transitaba fuera de casa. En los últimos 35 años, el trabajo, la diversión, el encuentro social… todo se fue distanciando de la geografía hogareña. Para la clase media, comer afuera, ir al gimnasio, concurrir a centros de compras y entretenimiento, mandar la ropa a lavar, reunirse en bares o cafés formaba parte del circuito cotidiano. ¿Cuántas de esas cosas ahora se pasarán a hacer en casa? ¿Se revalorizará la comida casera? ¿Zoom reemplazará muchos encuentros con colegas o con amigos? ¿Surgirán familias más replegadas en sus hogares? ¿Cambiarán pautas y hábitos de consumo y esparcimiento? ¿Cuánto de todo eso tendrá que ver con el aprendizaje y el descubrimiento, y cuánto con el temor que nos dejará la pandemia?
El hecho de que el trabajo y la escuela se metan en casa puede traer ventajas, pero también riesgos. ¿No se desdibujará la frontera entre nuestra vida pública y nuestra esfera de intimidad? ¿No se producirán desequilibrios al disolverse los límites entre espacios de trabajo y espacios de familia? ¿No desaparecerán válvulas de escape y desahogo que favorecen, al fin y al cabo, la armonía familiar? Son interrogantes que, en todo caso, nos obligan a explorar nuevas fórmulas de convivencia, a rediseñar espacios de intimidad y configurar una nueva dimensión de lo cotidiano. La paz del hogar funcionaba como refugio y como contraste con el ajetreo y las tensiones del espacio exterior. Ahora el ajetreo se instala entre la cocina y el living. El resultado es una incógnita.
Al menos en los grandes centros urbanos, la rutina doméstica estaba dominada por un vértigo de hiperactividad. No parecía haber, entonces, una cultura familiar muy proclive al enclaustramiento y el repliegue hogareño. ¿Bajaremos un cambio cuando haya pasado la pandemia? No lo sabemos. Sería simplista pintar la cuarentena como un cuadro bucólico de panes caseros y juegos de mesa. El aislamiento ha sometido a las familias a un nuevo tipo de estrés con un "combo" agobiante: temor a enfermarnos, angustia por el trabajo perdido, confusión y aturdimiento por mensajes contradictorios e incertidumbre por una "ochentena" sin horizonte. Pero, además, concentrar trabajo, escuela, ocio y actividad física en casa es algo para lo que ningún hogar estaba preparado. En muchos casos, el encierro ha potenciado la violencia intrafamiliar y hasta ha provocado una asfixiante claustrofobia. Es el lado más oscuro, y ha llevado a una funcionaria de la ONU a describir ese fenómeno como "una pandemia en la sombra". Llevamos tres meses encerrados en casa. Extraña y desafiante, es una experiencia que nos dejará marcas. No sabemos exactamente cuáles ni cuán profundas serán. Pero ya podemos preguntarnos: ¿la familia saldrá fortalecida o debilitada?, ¿crecerán los índices de divorcio, como ha ocurrido en China, o notaremos una mayor cooperación y un mejor equilibrio en el ámbito familiar?
Para nuestra idiosincrasia latina, mientras tanto, el experimento implica sacrificios que también dejarán huellas: nos hemos tenido que resignar a no ver a nuestros padres y abuelos, a no juntarnos con amigos ni reunirnos en familia. Hemos perdido los abrazos, la cercanía y los espacios de encuentro. Los chicos se han quedado sin ámbitos de socialización. El reencuentro estará condicionado por los temores, las diferentes percepciones del riesgo, el distanciamiento, la desconfianza y los barbijos. La espontaneidad, la calidez, la "tactilidad" afectiva quizá empiecen a ser objetadas en nombre de "los protocolos".
Cada familia es un mundo. Pero todas estamos hoy atravesadas por una experiencia y una presión inéditas. Si las guerras dejaron mujeres más fuertes y resilientes, quizá podamos ser optimistas y esperar que la pandemia nos deje familias más solidarias y unidas. Dependerá del trabajo que hagamos en casa.