La falta de crédito moldea el espíritu de la clase media
Obtener un crédito bancario es, para una pareja de clase media, casi tan difícil como ganar la lotería. Hace ya varias décadas que el crédito se ha tornado inaccesible para las familias de ingresos medios. Las pocas experiencias que han existido en los últimos años, como la de los préstamos UVA, han derivado en zozobra e incertidumbre por el aumento asfixiante de las cuotas. Las líneas oficiales parecen depender de oscuros mecanismos de adjudicación donde la política siempre mete la cola. Son las consecuencias de una economía inestable, una moneda devaluada y una inflación galopante. Pero producen algo más que secuelas y efectos económicos: moldean el espíritu de una generación que, privada de la posibilidad del crédito, pierde también la noción de largo plazo.
El crédito es la herramienta para proyectar, trazar objetivos y crecer. Implica, además, una cultura de esfuerzo y compromiso; estimula el ahorro y alienta sueños de una escala superior a la del mero consumo. Al perder esa palanca, no solo se achica el horizonte de las familias, los emprendedores, los pequeños y medianos comerciantes y productores; también se traba la rueda del crecimiento. A largo plazo, sin embargo, quizá lo peor sean las secuelas culturales y psicológicas: quedarse sin crédito es quedarse sin futuro. Se forja, así, una perspectiva más cortoplacista, en la que se exacerba la idea de consumir hoy sin preocuparse por el mañana, de quemar los ahorros antes de que pierdan su valor y de no proyectar más allá de aquí y ahora.
En la medida en que el crédito se convierte en un lujo inaccesible, se encoge el espíritu emprendedor, se achican los sueños y se refuerza una suerte de conformismo que se resume en una frase frecuente del lenguaje coloquial: “es lo que hay”. Hay generaciones que, a diferencia de las de sus abuelos y sus padres, se resignan a “lo que hay”, sin animarse a proyectar e impulsar “lo que podría haber”. El crédito es clave para construir; es el envión inicial para cualquier iniciativa. Cuando desaparece, se cortan las alas de una sociedad y se desinfla la energía creativa. Contarle a una pareja joven que hubo épocas en las que se podían obtener créditos a tasa fija a devolver en 20 o 30 años para construir una casa o levantar un negocio es hablarles de otro país. Hoy parece inconcebible imaginar algo a 30 años. Lo más parecido al largo plazo es Ahora 12, que estimula el consumismo de bienes efímeros. Es el resultado de un populismo que cree más en el subsidio que en el crédito, que estimula cierta sensación de satisfacción inmediata, aunque implique sacrificar el futuro.
Un joven que consigue su primer empleo sabe que acceder a su vivienda le resultará casi imposible. Abrir una caja de ahorro le suena tan extraño como viajar en carreta. Lo más cercano al crédito es la tarjeta, con esa alternativa tramposa de pagar el mínimo. Ese joven prefiere comprar en cuotas el último celular que empezar a regar el sueño de construir su propia casa. Si su sueldo aumenta un poco, planificará un viaje a Tailandia para el verano que viene, antes que amasar un ahorro para los próximos cinco años. Sin crédito, sin estabilidad y sin certezas, “más vale Tailandia en mano que cualquier futuro incierto”. Son rasgos culturales que conjugan con una Argentina de vuelo bajo y sin horizonte, en la que nadie se atreve a planificar porque no se sabe qué puede pasar mañana.
Esta cultura del corto plazo desdibuja la noción de proceso y desvirtúa, de algún modo, el valor del sacrificio para estimular, en cambio, cierto hedonismo. ¿Para qué sacrificarse si no sabemos qué va a pasar? ¿Para qué, si no existe ninguna garantía de estabilidad? ¿Para qué, si no se puede proyectar? Estas son las preguntas que se formulan ya varias generaciones en la Argentina. Y que expresan, quizás, algo más profundo que se esconde detrás de la falta de crédito: la ausencia de confianza. No hace falta bucear demasiado en las raíces etimológicas para advertir que crédito proviene de “creer”. Esas generaciones que no tienen crédito, no tienen, en definitiva, confianza. No creen que valga la pena. En ese escepticismo tal vez resida el núcleo del gran drama argentino.
Con el crédito, en definitiva, no desaparece solo una herramienta financiera; eso hasta podría ser lo de menos: desaparece una escala de valores. Se desmorona la arquitectura de la movilidad social; se pierde la noción de que los proyectos implican tiempo, sacrificio y compromiso. Sacar un crédito es mirar con perspectiva, es creer en uno mismo y en la posibilidad de devolverlo, es ser merecedor de avales y confianza, es apostar a los cimientos de algo propio. En la obtención de un crédito subyace la idea del progreso como un esfuerzo arduo y de largo alcance. Esto es lo que se desvanece cuando no tenemos crédito. Como contracara, se impone la cultura de la dádiva, el subsidio y la prebenda. El camino largo es reemplazado por el atajo, aunque solo conduzca a una ilusión o un espejismo.
Sin crédito, además, pierden robustez, transparencia y calidad los sistemas de producción y de empleo: se estimulan la economía en negro, la evasión y el trabajo informal. Se pierden los incentivos para regularizar situaciones impositivas o relaciones laborales. El comercio apela a cualquier vericueto para declarar lo menos posible. Una buena calificación bancaria no es, al fin y al cabo, algo que valga la pena. Y, como si fuera poco, se estimulan los circuitos marginales del préstamo usurario, mientras se enriquecen vidriosos sistemas de préstamos a los empleados públicos.
La Argentina sin crédito es una Argentina pauperizada, que naturaliza en todos los órdenes el “circuito blue”. Es la Argentina de las ferias clandestinas y el emporio de La Salada, en la que el mercado de autopartes robadas es más floreciente que la industria automotriz. Es la Argentina reñida con la modernidad, en la que resurge el trueque, y en la que las mafias del narcotráfico y el contrabando son las mayores demandantes de mano de obra entre los sectores vulnerables. Se expande esa economía informal que no necesita crédito ni está bancarizada.
El crédito es, además de una palanca de crecimiento y desarrollo virtuoso, una herramienta de igualdad social. En una sociedad sin crédito, manda el “dueño de la caja”, que casi siempre es una “caja negra”. En las franjas más vulnerables, mandan el líder barrabrava, el narco, el contrabandista. La clase media, mientras tanto, desarrolla como puede sus propios anticuerpos y mecanismos de defensa: se repliega, prefiere gastar antes que invertir, compra dólares, abre una cuenta en Uruguay. Se consolida, así, una economía de supervivencia.
Antes que la clase media, el que se quedó sin crédito fue el país. Y ahí está la punta del ovillo. Cuando en estos días se habla de un acuerdo con el Fondo Monetario y de evitar un default con el Club de París, se habla en definitiva de todo esto, no de abstracciones financieras. Se habla de lo que queremos ser: la Argentina que apuesta al camino arduo del sacrificio, o la que juega, una vez más, al “pan para hoy y hambre para mañana”. Hay un puente que conecta el acuerdo con el Fondo con esa pareja joven que no accede a ningún préstamo para construir su propio sueño. ¿Sabremos construirlo? Sin crédito nos quedamos todos sin horizonte y sin futuro.