La falacia de los dos modelos de país
Una forma de profundizar la grieta y desechar alternativas es el argumento que sostiene que la elección presidencial supone una decisión entre dos modelos de país incompatibles. El modo excluyente de concebir la política no es nuevo, posee abundantes antecedentes y se organiza en torno a posiciones principistas que no admiten reconciliación. El transcurso del tiempo lo ha sublimado pero no suprimido. En rigor, esta concepción no posee causas políticas, sino que se origina en motivos psicológicos, antropológicos y culturales. Involucra una cuestión fundamental: la manera en que los individuos se relacionan con lo que es diferente de ellos. Se trata del reconocimiento de la alteridad, que el diccionario define como "la condición de ser otro". Cuando se refiere a esta cuestión, el filósofo Tzvetan Todorov dice "el tema es inmenso". Los otros pueden ser una abstracción amenazante e indeterminada o formar parte de grupos específicos y diversos al interior de la propia cultura o extraños a ella. Difusos o concretos, dentro o fuera de las costumbres dominantes, los otros constituyen un desafío a la comprensión. Ellos nos recuerdan que no existen sustancias homogéneas, que no todos piensan y actúan del mismo modo que nosotros, que las éticas y las estéticas están atravesadas por la diferencia, que las perspectivas de valor son múltiples.
En el curso de la historia argentina, como en la de muchas otras naciones, el otro fue negado y combatido, pero también convocado. En este sentido, los libros de historia pueden leerse como una sucesión de conflictos y acuerdos, de peleas y reconciliaciones, de períodos de guerra y de paz. Abstrayendo, podría decirse que esas vicisitudes las protagonizaron, bajo distintas denominaciones, dos partidos que discutieron en torno a ejes que pueden rastrearse desde la emancipación: el tipo de relación que el país debía mantener con el mundo, la forma en que se crearía y distribuiría la riqueza, el papel del Estado en la economía y la sociedad, el modelo que regiría las relaciones entre las provincias y el poder central. Estas cuestiones se tramitaron en dos planos distintos. El más explícito (y ruidoso) fue el de los debates entre partidos y facciones. El otro, más complejo e inadvertido, lo constituyó la discusión e implementación de las políticas públicas de los sucesivos gobiernos. Observando la historia se puede esbozar una hipótesis: el rango de desacuerdo de las disputas por principios fue mucho mayor que el ocasionado por las políticas gubernamentales. La grieta, por decirlo así, fue ideológica más que administrativa.
Si se asume esta perspectiva, se constata que la respuesta de los gobiernos a los problemas no resultó sustancialmente distinta. Se vieron obligados a maniobrar, más allá de sus convicciones ideológicas, en dos estrechos carriles: uno fue el de las oportunidades abiertas por el volumen y el precio volátiles de las materias primas; el otro fue el de las restricciones derivadas de la falta de recursos suficientes para incorporar al bienestar a nuevos contingentes de población. A partir de la crisis de 1930 se acentuó esta tendencia, expresada en un drama que, en cierto momento, todos los gobiernos enfrentaron, fueran de inspiración liberal o populista: la falta de dólares. Ese síntoma lo sufrieron Justo en 1932 y Perón en 1952, como Alfonsín, Menem y los Kirchner muchas décadas después. El llamado "estrangulamiento externo" no distingue ideologías. La teoría no sirve cuando la escasez de divisas expone la debilidad de un país que no pudo resolver cómo generar y distribuir la riqueza. De este drama no es ajena otra tendencia histórica: la creación de derechos siempre avanzó más rápido que la productividad de la economía. El resultado es una sociedad relativamente moderna, pero empobrecida y estancada. Fuéramos liberales o populistas supimos cómo crear conciencia, no cómo satisfacerla.
¿Frente a estos antecedentes, se puede seguir sosteniendo que hay dos modelos de país entre los que deberá indefectiblemente decidir el votante? ¿O se trata de una falacia destinada a ocultar la existencia de una única nación, cuyos problemas son estructurales e históricos, y cuya solución no podrá provenir de un solo partido, sino de un consenso multisectorial en torno a un programa de gobierno? Los administradores públicos, antes que los expertos en marketing político, deberían ayudar a responder estas preguntas. Y acaso también los psicoanalistas, para recordarles a los que cavan la grieta que la pulsión de muerte es destructiva para la democracia.
Más allá de la grieta, sin embargo, la construcción de consenso es una tarea extraordinariamente difícil. No se alcanzará invocando otro clisé de la comunicación política: los pactos de la Moncloa. Dependerá, en cambio, de cómo se generen los incentivos para acordar, y de un liderazgo capaz de conciliar los innumerables intereses dispersos y contradictorios de un país invertebrado.