La factura eterna de Irán a EE.UU.
Es muy difícil, desde aquí y en estos momentos, establecer cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía en la reciente denuncia de Estados Unidos contra Irán, que alude a un supuesto plan del régimen iraní para atentar contra las embajadas de Arabia Saudita e Israel en Washington. Al respecto, el fiasco informativo en el caso de la invasión a Irak resultó una experiencia que permite alentar un margen de duda.
De todos modos, Irán siempre ha hundido a Estados Unidos en una inquietud sin fondo, pero no sin fundamentos. Porque no resultaba exagerado decir, cuatro décadas atrás, que el papel asignado a ese país por EE.UU. en su concepción estratégica de conjunto superaba con gran ventaja a la de un satélite privilegiado. En aquellos días toda la política estadounidense desde el Mediterráneo hasta el Golfo de Bengala descansaba en la capacidad del sha para seguir siendo dueño de un juego sutil hacia el exterior: actuar cautelosamente tanto con la entonces URSS como con China, proteger virtualmente a los potentados petroleros vecinos, transformándose, si era necesario, en árbitro de sus rivalidades, misión que en el plano interno suponía una indisputable autoridad.
Esta posición predominante en una región del globo de equilibrios muy precarios explica por qué el régimen de Teherán tuvo entonces derecho a consideraciones especiales por parte de los norteamericanos; derechos que no se acordaban a otros regímenes cuya caída, como en el caso de Nicaragua, no era tanto de temer. En 1978 habían pasado ya 25 años desde que la administración del presidente Eisenhower salvó al sha de Irán, Mohammed Reza Pahlevi, autorizando a la CIA para que despidiera del poder a su principal adversario, el premier Mohammed Mossadegh. Pero se fue tornando dudoso que Estados Unidos pudiera hacer mucho en 1978 para salvarlo una vez más, cuando estaba tan seriamente amenazado.
Al relatar a su manera los sucesos que se desarrollaron en Teherán en agosto de 1953, Eisenhower escribió en sus memorias: "Mossadegh, en pijama, se rindió […]. Las fuerzas del general Zahedi detuvieron y encarcelaron a los dirigentes del Partido Comunista Toudeh. Todo había terminado".
En realidad, como comentó oportunamente Le Monde, sólo terminaba el prólogo de un largo drama que costaría al pueblo iraní innumerables muertes y, en las salas de tortura de la Savak, indecibles sufrimientos.
Dos años antes, juzgando insuficientes los índices del 25 al 30% que proponía la Anglo-Iranian Oil Company, el Parlamento iraní había votado la nacionalización del petróleo. Hecho este que posiblemente no justificaba que, al precio de diez millones de dólares, y con el concurso de un ex colaborador nazi como el general Zahedi, la CIA derrocara a Mossadegh.
Pero, seguros de su fuerza y de estar en su derecho, los autores del golpe de Estado de 1953 no llegaron a sospechar que se habían equivocado gravemente. Por su parte, los sucesores conservaron la misma buena conciencia, apoyando imperturbablemente a un soberano a quien el presidente James Carter incluso le había otorgado, a fines del 77, un certificado de buen demócrata y de fiel servidor de los derechos del hombre. Carter dejó estupefacta a la opinión pública mundial al declarar que tenía hacia el sha "un sentimiento de gratitud y de amistad personal", además de afirmar que el soberano iraní "compartía sus puntos de vista sobre los derechos humanos".
Estados Unidos, que había negado a Mossadegh sumas modestas, se mostró pródigo con el sha, aunque nunca pudo saberse a dónde fueron a parar los importantes fondos enviados, destinados principalmente a la construcción de una gran represa que ni siquiera se alcanzó a diseñar.
Pero todo este desorden no implicaba ningún misterio, ya que se inscribía en la naturaleza misma de un régimen autocrático y en las contradicciones de un poder personal absoluto, que pretendía modernizar un país con una tecnología de vanguardia importada a muy altos precios, pero servida por una arcaica estructura político-social.
Así las cosas, la política del sha logró exacerbar las tensiones y los conflictos entre la nueva burguesía comerciante y la burguesía tradicional, apoyada por los jefes religiosos y por amplias capas de los sectores populares.
En ese momento, Irán estaba haciéndose pedazos por una oposición demasiado extendida, que no podía ser controlada por simples medidas policiales. Además, también resistían al sha los musulmanes conservadores, resentidos por el esfuerzo del soberano de promover reformas y políticas sociales que pudieran socavar sus esperanzas de convertir a Irán en un Estado teocrático. Al mismo tiempo, el sha era desafiado por intelectuales liberales que sostenían que sus reformas no habían ido bastante lejos, y alegaban que su régimen tenía uno de los peores récords del mundo en materia de derechos humanos.
Por otra parte, las ventas de armas norteamericanas a Irán pasaron de representar 534 millones de dólares en 1973 a 3900 millones al año siguiente, para alcanzar un total de más de 8000 millones en los últimos cinco años. Esto proveyó al imperio de los Pahlevi de una potencia ofensiva y defensiva que superaba por sí sola toda eventual coalición panárabe.
Durante esos días de masacres en Irán muchos se preguntaban si la política exterior norteamericana no cargaba con una pesada responsabilidad en lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, y aunque el sha era fuertemente criticado en Estados Unidos, no se deseaba su derrocamiento, toda vez que se suponía que a tal cosa sobrevendría el caos y el sistema de gobierno podía degradarse en algo mucho peor.
Pero, retóricas aparte, la administración Carter –proconsular y redentorista a la vez– poco podía hacer para ayudar a sostener el régimen. Así las cosas, el sha intentó hasta el final hacer frente a la tormenta, apelando a cualquier medio para controlar tanto a los conservadores como a los liberales disidentes porque los intereses estratégicos de Estados Unidos dependían de su buen éxito.
Pero todo resultó infructuoso. Triunfante, la revolución iraní lo derrocó pasándole una factura eterna a Estados Unidos.
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