La fábula del kirchnerismo y el lobo
Algunos líderes políticos cultivan el arte de la jactancia con admirable disciplina. Su enunciado estándar suele arrancar con “no me equivoqué cuando dije…”, giro apenas atemperado en ocasiones con el uso de una monárquica primera persona del plural. “No nos equivocamos cuando dijimos que si se hacía tal cosa pasaría lo que ahora está pasando”. En el repertorio de Alberto Fernández, por ejemplo, el molde se alterna con otras combinaciones gramaticales igualmente destinadas a felicitarse, en la actualidad su actividad más exigida.
No falta mucho para que Cristina Kirchner facture en términos jactanciosos su pronóstico de que se venía una elección de tres tercios. “Sucedió lo que yo había dicho”, nos explicará en alguna clase magistral agregada al plan de estudios 2023 (son bajas las probabilidades de que diserte en un acto de campaña al lado del “fullero” Sergio Massa). Hasta podría incluir un “vieron por qué yo quería poner de candidato al hijo de la generación diezmada”. Contrafáctico cantado que aguarda el momento justo en cola de impresión.
El uso sistemático de estos giros tiene por lo menos la virtud de reconocer que las cosas no suceden porque sí ni por designios esotéricos sino, en gran medida, debido a lo que se hizo antes. De allí la previsibilidad, la posibilidad de estimar lo que va a ocurrir más tarde, sobre todo si se tiene la suerte de contar con líderes para quienes el fenómeno causa-efecto no esconde secretos.
Lo único que no está muy claro es por qué su sabiduría no alcanzó para permitirles sospechar que las cruzadas transformadoras, revolucionarias de las dos décadas de kirchnerismo siempre del lado de la Patria, la soberanía y la liberación no sólo desaguarían en el hundimiento de media población en la pobreza, una inflación de tres dígitos en ascenso y la inseguridad como eje de la vida cotidiana de millones de personas sino en la mayor disrupción electoral de la historia y llevaría por primera ver al peronismo a saber qué se siente al salir tercero.
El huracán Milei, verdad de Perogrullo, es consecuencia de un fracaso, no de un éxito. Decirle huracán (algunos comentaristas prefieren tsunami) a lo que sucedió el domingo puede inducir a confusión, es cierto. Porque para los huracanes de verdad, si bien hay cierta posibilidad de previsión, todavía no se halló una forma de evitarlos. Y huracanes ya había hace quinientos años (por más que Cristóbal Colón milagrosamente zafó, de otro modo quién sabe si lo hubiéramos conocido y si habríamos tenido que discutir tantos meses sobre la mudanza de su monumento de la Casa Rosada a la Costanera), lo que indica que los huracanes no dependen de las decisiones humanas ni de las flatulencias de las vacas ni del desodorante en aerosol que uno se ponga. Sólo suceden.
Pese a su imperfección, la metáfora de la fuerza huracanada que destroza todo a su paso y que siempre resulta ser mayor de lo esperado viene acá como anillo al dedo. Encima, en las últimas semanas el outsider hizo creer que se había debilitado antes de tocar tierra. Pero estaba, cual Popeye, comiendo espinaca.
¿Qué cosas destrozó Milei el domingo? Varios paradigmas de la política. Ya se dijo: desde la certeza “irrefutable” de que no se puede ganar una elección nacional sin estructura ni sin la ayuda de una fuerza territorial como el peronismo o el radicalismo que aporten fiscales en todas partes, hasta la que dice que hace falta equipo, experiencia y un discurso más o menos racional y coherente si se quiere soñar con millones de votos en todo el país.
Las elecciones presidenciales de 2019 fueron las segundas más polarizadas de toda la democracia después de las de 1983. Entre Macri-Pichetto y la fórmula de los Fernández se llevaron el 88,52 por ciento de los votos. Pues bien, cuatro años después debuta en el orden nacional un novato que de arranque engulle él solo más del 30 por ciento de la torta. Dinamita la polarización y en el camino encoge a su peor sumatoria a las dos fuerzas que en esta década gobernaron el país.
No todo fue Milei, vamos. Sin su concurso tal vez Sergio Massa habría perdido igual en Tigre, los Kirchner en Santa Cruz y Rodríguez Larreta en CABA. Nada tan agrio para un político como ser derrotado en la propia base. Pero quién sabe si el candidato presidencial más efímero de la historia, Eduardo de Pedro, perdía en Mercedes. O si Juan Schiaretti caía en Córdoba. Junto con la tormenta los huracanes generan inundaciones, aguas contaminadas, epidemias, robos, problemas eléctricos, un sinfín de daños colaterales.
Es curioso que nadie haya visto venir desde el poder al derechista Milei con su fuerza arrolladora considerando lo atento que estaba el oficialismo al peligro de que ganase “la derecha”, mote consagrado desde hace años a la diabolización del macrismo y a fingir así la encarnación de una antagónica identidad progresista. La confusión con la localización de la amenaza quizás hubiera inspirado a Esopo a escribir la fábula del kirchnerismo y el lobo. Moraleja: por obsesionarte con un rival al que convertiste en enemigo satánico y repetir su nombre como un loro no viste acercarse al que podía desalojarte del planeta y, ese sí, poner todo patas para arriba para abolir uno a uno los derechos que decías querer cuidar. Quién sabe qué más porque aparte de todo, el novato, como corresponde, es número uno en imprevisibilidad.
Milei no es Macri. No es Bullrich. Se lo quiera asociar o no con Nayib Bukele, con Bolsonaro o con Trump, se le ponga o no el rótulo de libertario de ultraderecha como acaba de hacer el New York Times, Milei es un antisistema hecho y derecho, no va en el mismo casillero que Juntos por el Cambio y tampoco que la coalición oficialista, por más rebeldía que menee el peronismo-kirchnerismo y por más republicanismo en sangre que le falte.
En las pocas horas que esta fase dos lleva rodando, ya se corroboró que la verdad no es el fuerte de las campañas. No sólo la enemistad, también la cordialidad entre rivales, como la que se esmeran en exhibir por estas horas los candidatos de Juntos por el Cambio respecto de Milei, son insumos estratégicos pasibles de ser adaptados cuando haga falta. Cada gesto es un mensaje dirigido al votante lábil, el tesoro.
Probablemente nada dure los 65 días que restan de campaña. ¿Serán 65 días con más cisnes negros? La prudencia de ahora es hija del desconcierto dominical. Esto recién empieza. Descifrar los comportamientos electorales que estaban soterrados no es tan fácil. Para todos es mucho, muchísimo lo que está en juego. Para el país en primer lugar.
Suena paradójico, quizás, que un oficialismo que busca encantar blandiendo la advertencia de que “vienen por tus derechos” cifre buena parte de sus esperanzas en los que no fueron a votar, es decir, en las personas que despreciaron un derecho tan fundamental como el del sufragio, que desde luego no es del menú kirchnerista sino que rige desde año en que naufragó el Titanic. El hartazgo en sus dos presentaciones -la boleta de Milei y quedarse en casa- es el gran protagonista de este ciclo cívico aniversario. Las históricas elecciones de los cuarenta años de democracia.