La experiencia de educar en casa
"Yo no soy maestra, no sé ser maestra, no tengo paciencia de maestra", la sentencia resuena en un video viralizado por estos días. Una mamá y sus dos hijos en una escena cotidiana en cuarentena: al tiempo que trabaja en su computadora, ella intenta sin éxito explicar matemática. Es entonces cuando pierde la paciencia y lanza esta conclusión casi al borde del burnout.
El material es ilustrativo de una situación que se repite por miles en los hogares en aislamiento. Porque, además de sobrellevar el encierro, la incertidumbre y las dificultades financieras, se impone encontrar un nuevo esquema que nos devuelva el equilibrio perdido. Hay que trazar un plan en el que todos y cada uno hallemos espacios y tiempos propios en esta modalidad de convivencia ampliada. Para algunas familias será más fácil que para otras; y esto no esboza un argumento valorativo, en términos de mejor o peor, como tampoco se desprende de un mayor o menor grado de funcionalidad del conjunto. Frente a esta contingencia, la plasticidad del sistema familiar debe estar lo suficientemente asentada como para que la estructura resista sin quebrarse. Y los resortes no siempre son del todo flexibles: de ahí que la intolerancia al cambio pueda volverse un problema. Y su gestión también.
Cabe reconocer, por otra parte, que los niños y niñas tienen algo que decir en esta historia y que deben ser escuchados. Hoy por hoy se encuentran literalmente aislados, corridos a un lado, descentrados, desplazados de su protagonismo habitual. No los convocamos ni los hacemos partícipes de ninguna deliberación relacionada con sus intereses particulares en medio de esta pandemia que nos azota.
Por lo demás, han visto de la noche a la mañana alterada su existencia, su actividad social y sus rutinas. Han sido separados de sus amigos y maestros. Y reciben un bombardeo de información fragmentada sobre el contexto general, que intentan reconstruir e interpretar desde su lógica infantil, experimentando temor por el futuro de sus padres y el de ellos mismos. Porque los chicos perciben nuestra preocupación; son naturalmente empáticos con nosotros y esto determina que muchas veces quieran prodigarnos cuidados y atenciones. Y los adultos, lejos de ralentizar el flujo y detenernos a reflexionar, les exigimos una sobreadaptación a este nuevo orden.
¿Qué pasaría si durante el aislamiento social las lecciones fueran otras? ¿Qué sucedería si dejáramos de correr la carrera de la productividad y pensáramos más allá? ¿Y si por poner el foco en el rendimiento descuidamos a las personas?
Esta circunstancia no buscada puede ser una ventana de oportunidad para asumir de manera consciente el rol de referentes y modelos identificatorios de nuestros hijos. ¿Por qué no despegarnos, entonces, de lo meramente académico? ¿Por qué no apuntar a un tipo de educación vivencial, pero no por eso menos trascendente?
Podemos animarlos a desarrollar otras inteligencias y habilidades, de manera más natural y sosegada, simplemente disponiendo de las múltiples variantes que la vida diaria nos ofrece. Dedicar este período inesperado a fortalecer nuestros vínculos primarios, con la clara conciencia de que es lo que nos toca en esta etapa y que de ello procede una formación más profunda y acabada, cimentada en hábitos positivos e instantes memorables compartidos.
Se trata de una coyuntura única, sin precedentes, en la que vamos ensayando respuestas a preguntas inestables, cambiantes. En la que vamos innovando en nuestra manera de coexistir y relacionarnos con los demás. Por eso debemos permitirnos relajar, bajar el volumen del afuera y meditar la experiencia. Una educación así pensada, para estos días de cuarentena en los que nos descubrimos en un rol de primer orden, no sabe de imposiciones ni plazos perentorios. Porque nos eleva por sobre el falso dilema de lo formal versus lo informal. Y nos abre a la posibilidad sorprendente de abordar contenidos fundamentales, asentados sobre la construcción de valores y disparadores de aprendizajes genuinos.
Llegados a este punto, resolver con precisión una operación matemática se torna -cuanto menos hoy- una cuestión irrelevante.
Familióloga, especialista en Educación, directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral