La exculpación permanente
Bronca e impotencia" ha dicho haber experimentado Cristina Fernández de Kirchner frente a la tragedia ferroviaria del jueves, que una vez más ha enlutado al país con la muerte de varios ciudadanos y ha provocado daños menores, pero de cualquier modo lamentables, a muchas otras personas. Muertes y daños, sobre todo, que se podrían y deberían haberse evitado. La Presidenta habló una vez más como suele hacerlo: como si no tuviera nada que ver con lo ocurrido, como si la tragedia hubiese sucedido en otro país, como si militara en las filas de la oposición. ¿Bronca contra quién o contra quiénes ha experimentado? ¿Cómo puede decir que ha sentido "impotencia"? ¿Quiénes tienen el deber de ser no impotentes, sino eficaces, a la hora de evitar que se produzcan accidentes como el que ha ocurrido? ¿No son acaso quienes gobiernan el país? ¿Y quiénes han gobernado el país durante los últimos diez años, sino la Presidenta y su difunto marido? ¿Cuántas décadas necesitan los Kirchner para modernizar de una vez el sistema ferroviario, que es motivo de vergüenza para el país?
Los ferrocarriles argentinos, aunque no produzcan accidentes trágicos todos los días, dan cotidianamente sobradas pruebas de su obsolescencia. El trayecto Buenos Aires-La Plata, por ejemplo, se cubría en menos tiempo y con mucho mayor confort en la década de 1930, con trenes de vapor, que con las formaciones actualmente en uso. Por no hablar del estado de las rutas argentinas, en las que han perecido en los últimos quince años más de 112.000 personas, lo que arroja un espeluznante promedio de 21 víctimas al día. No cabe duda de que muchos de esos accidentes son responsabilidad de los mismos automovilistas, pero tampoco la hay de que muchos tienen origen en el estado de las rutas, en la estrechez de algunos tramos para el tránsito que soportan, en los baches, en la señalética, en la falta de controles.
Bronca e impotencia es lo que he sentido yo al escuchar a Cristina Fernández hablar del accidente del jueves como si se tratase de una catástrofe natural.
La exculpación permanente y sistemática es un rasgo característico de la sociedad argentina. En multitud de ocasiones y en los ámbitos más diversos opera como una suerte de acto reflejo, de respuesta automática. Basta rememorar las inundaciones que sufrieron las ciudades de Buenos Aires y de La Plata en el mes de abril. Cuando se inundó la primera, miembros del gobierno nacional y del Frente para la Victoria le achacaron la culpa a Mauricio Macri, abundando sobre su supuesta inoperancia y su imprevisión; cuando el agua anegó la segunda, de manera muchísimo más trágica (los muertos reconocidos oficialmente son al día de hoy 65), miraron para el costado y hablaron del cambio climático. Otro ejemplo: la culpa de que los capitales se fuguen de la Argentina no la tienen las desacertadas políticas económicas (que exceden con mucho a las implementadas en la última década), sino la falta de patriotismo de quienes no confían en el país como buenos argentinos. Nadie parece preguntarse por qué los capitales huyen de la Argentina y no de Brasil, de Chile, de México, de Uruguay o de Perú, que por el contrario los atraen. Será que por algún motivo esos países están poblados de verdaderos patriotas y que los inversores internacionales están embarcados en una "campaña antiargentina". No es casual que el nuevo revisionismo histórico sea particularmente rico en ese tipo de afirmaciones: la culpa del atraso del país no la tienen los argentinos, sino unos pocos "oligarcas" que aliados al imperialismo británico o norteamericano los han engañado y los siguen engañando a través de las páginas de la "historia oficial". La responsabilidad de que el subte funcione mal y no se extienda la red es, según los sindicatos, de la empresa que lo gestiona; según los empresarios, de los trabajadores; según el gobierno nacional, de Macri; según Pro, del gobierno nacional, que no desbloquea los préstamos que han sido otorgados a la ciudad por organismos internacionales. De acuerdo con los antiperonistas, el gobierno de la Alianza cayó porque los peronistas le hicieron la vida imposible, como si no fuera obligación de todo gobierno conservar el poder que la sociedad le confió contra quien pretenda desestabilizarlo, y como si fuera razonable achacarle al adversario político la presunta "culpa" de obrar como tal. Según los peronistas, desde luego, nadie hizo nada para empujar a la renuncia a De la Rúa, cuyo gobierno se desmoronó a causa de su propia inoperancia.
Siempre la culpa la tiene otro. Alguna vez leí que la exculpación permanente es una respuesta inmadura. Que la madurez implica, entre otras cosas, la capacidad de la autocrítica y el coraje de asumir los propios errores, para enmendarlos y para reparar los daños que se han causado a los otros. Por el contrario, los niños, los adolescentes y los adultos inmaduros son psicológicamente incapaces de reconocer sus límites, por lo que reaccionan ante los problemas endilgándoselos a otros. Cada vez que escucho de boca de algún funcionario argentino palabras como la de la Presidenta no puedo dejar de pensar en cuánto nos falta madurar como sociedad. En cuánto peso tienen, entra las causas de nuestras tribulaciones como país, factores que no son de índole estructural, sino cultural. Porque los ejemplos de la exculpación permanente se pueden multiplicar al infinito. Se los halla en políticos del oficialismo y de la oposición, en periodistas, en empresarios, en sindicalistas, en intelectuales, en deportistas, en líderes religiosos, en dirigentes de la sociedad civil… En este sentido, como en otros, el Gobierno que nos rige desde hace diez años –y aspira a gobernarnos otros diez– es demasiado parecido a la sociedad que le confió las riendas del país.
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