La excentricidad de Borges y Perón
Ya se ha dicho muchas veces: es difícil escribir en la Argentina después de Jorge Luis Borges; es difícil hacer política en la Argentina después de Juan Domingo Perón. Y aunque esas grandes sombras protectoras y castradoras se van disipando por obra del tiempo, aunque hayamos intentado exorcizarlas en biografías, nombres de calles, monumentos o superfluos homenajes, nos siguen señalando (y ordenando) un camino que tal vez no sea el nuestro, pero que persiste en su atracción inevitable.
Dos hombres cargados de fama e iconos nacionales dentro del país y fuera de él, que nunca tuvieron relación personal, que, probablemente, se despreciaron y que, seguramente, se subestimaron el uno al otro. Han dejado profundas huellas, no sólo en las series históricas de la literatura y la vida política, sino también en nuestro universo mitológico, en sellos verbales y construcciones imaginarias. ¿Hay que subrayar sus diferencias, reunirlos en una síntesis artificial, o apenas describir algunos puntos de contacto, ya que lo que los aleja es tan obvio?
Por cierto, no los aproximan ni su visión moral, ni su mirada al pasado, ni su juicio sobre un presente que, por espejismos de la cronología, fue el mismo para los dos. Sí los acerca, además de la tensión que nosotros padecemos por asumir y superar sus complejos legados, el hecho de que ambos fueran figuras excéntricas, no tanto por rareza, sino por distancia del centro, por rechazo de supuestas obligaciones ideológicas preexistentes. Añádase que crearon su propio centro, más poderoso y convocante que los anteriores.
En lo que respecta a Borges, hay menos ambigüedades y -puede decirse- se ha legislado mejor en la materia. Lo que de él queda, aparte de la incomparable riqueza de sus cuentos y ensayos, son sus relecturas de ciertas tradiciones y, con la misma fuerza, su negativa a releer otras. Es más adecuado hablar de relecturas y no de reescrituras porque Borges mismo se considera, con precisión teórica, mejor lector que escritor. Es el lector final de una institución del lenguaje, la literatura, que se reescribe y recombina infinitamente a sí misma.
Ahora bien, ¿qué tradiciones prefiere releer? Ya se sabe: los viejos anglosajones, Edgar Poe, Robert Louis Stevenson, la Enciclopedia Británica, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Por supuesto, hace también una extraordinaria relectura crítica de la tradición argentina, de la gauchesca y Sarmiento al criollismo y Lugones.
Borges no relee (y no reescribe) nada, o casi nada, a sus contemporáneos. Y lo que lo hace excéntrico es su repudio de dos tradiciones fuertes de la literatura occidental de los últimos siglos (de la modernidad), a las que no relee o, si las relee, lo hace para combatirlas: por un lado, la gran novela realista, que compite con la realidad social por su polifonía de voces y su vocación proteica; por el otro, la poesía de la rebelión individualista. Ni Stendhal ni Balzac, ni Dostoievski ni Tolstoi. A Flaubert y Henry James los entiende a su manera. Ni Baudelaire ni Rimbaud ni, mucho menos, el surrealismo. Sociología y psicología son dos palabras que deben ser borradas del léxico borgesiano.
Sobre todo en el campo de la prosa narrativa, Borges elude la modernidad, situándose delante de ella, y así se convierte, a la vez, en un modelo y un escollo, en una frontera difícil de franquear para los escritores argentinos que le siguen. Sea como fuere, después de Borges esos escritores escriben mejor, aun al precio de parecerse a él: les ha enseñado la destreza verbal ajena a toda trivialidad, el arte de la ironía y la reticencia, la ética de la escritura.
Quien ama a Borges tiene la tentación, o el imperativo, de no amar a Perón. Los políticos, incluso los más influyentes, no reciben después de muertos el respeto general que se ganan los escritores de su misma dimensión, aun de quienes no los leen. Unos operan con lo particular y se responsabilizan por el estricto presente; los otros tienen la ventaja de reivindicar lo universal y aspirar a la atemporalidad.
Por eso, a diferencia de las obras de Borges, la figura y las doctrinas de Perón, que han dominado la escena política argentina en la segunda mitad del siglo XX y en el acceso al siglo XXI, siguen sometidas a una controversia sin medias tintas. Sus partidarios argumentan que integró políticamente a vastos sectores obreros, que consiguió redistribuir dramáticamente el ingreso nacional a favor de los sectores bajos y medios, que es el continuador del gran movimiento nacional y popular iniciado por Rosas y continuado por Yrigoyen y que su aparición y arraigo constituyen el verdadero "hecho maldito" (en un sentido positivo) de la Argentina moderna. Sus opositores, por el contrario, ven en él a un conservador populista y demagógico que fue el principal responsable del retroceso nacional que ha convertido a la Argentina en uno de los fracasos más notorios de la escena mundial, y también al creador deliberado, en el país, de lacras tales como el sindicalismo de Estado, el travestismo ideológico y la cultura de la dádiva.
A su vez, lo que hace excéntrico a Perón es su negativa a integrarse en el orden internacional que se formó después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Su manera de anular cualquier alternativa comunista o socialista no consistió en estrechar una alianza con los Estados Unidos y adoptar un clásico sistema de democracia liberal y capitalista, sino en buscar un camino autónomo, con raíces en América hispana y precursor, en cierto modo, del tercermundismo, que se afianzaría en los años 50, frente a la Guerra Fría. Su primera política económica e industrial, de franco sesgo redistributivo, se basó en la convicción de que una tercera guerra era inevitable, lo cual reducía la necesidad de una estrategia de acumulación.
¿Cuál es el balance actual de esta opción? Sin duda, tremendamente deficitario, pero esta caída no puede atribuirse solo a Perón, sino, de forma equivalente, a sus opositores, que no supieron construir un proyecto histórico alternativo, que en muchos casos copiaron los defectos del peronismo sin asimilar sus virtudes y que no tuvieron ni la fortaleza ni la inteligencia para consolidar "otra" gobernabilidad. Perón, como Borges, gravita aún, pero no deja sucesores; en todo caso, habrá que aprender con él, y nunca olvidarlo, que la cuestión social ocupa el centro de la política.
Aunque sea difícil superarlo, Borges ya empieza a ser tradición y nuestros escritores y lectores lo aceptan y asumen. Perón, todavía no: su legado, que generó extrañas criaturas, exige una reconversión institucional y moral que quizá pueda producirse desde dentro del peronismo, si se despoja de su instinto hegemónico, o desde afuera, si en ese lugar dejan de ceñirnos los recurrentes prejuicios del pasado.
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