La ética de la responsabilidad, ¿solo se ejerce de 8 a 16?
Ya no se exigen liderazgos ni roles sociales a tiempo completo; las obligaciones inherentes a un cargo o a una función rigen, en el mejor de los casos, en horario de oficina
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El juez que cerró con un arreglo económico la causa contra el Presidente por el festejo clandestino de un cumpleaños en Olivos encontró un curioso argumento para atenuar la responsabilidad del mandatario. Sostuvo que en ese horario (alrededor de las 21) el Presidente ya no estaba “en funciones”. El que violaba la norma era, por lo tanto, un ciudadano común, no “el presidente de la Nación”. Más allá de la extravagancia argumental, tal vez haya que reconocerle al juez el mérito de haber expuesto una doctrina que emana del poder y que atraviesa muchos estamentos de la sociedad: ya no se exigen liderazgos y roles sociales a tiempo completo. Las obligaciones inherentes a un cargo o a una función rigen –en el mejor de los casos– en horario de oficina. ¿A qué hora termina la responsabilidad de un presidente? ¿En qué horario se aflojan sus obligaciones con la ley? Parece una cuestión casi administrativa, pero son preguntas que exceden a la función gubernamental y tienen que ver con la cultura del trabajo, del compromiso, de la responsabilidad y de la ética ciudadana.
Ser presidente –como ser docente, juez, concejal o policía– representaba mucho más que un trabajo. Como tantos otros cargos, oficios o profesiones, eran marcas de identidad, no solo ocupaciones laborales. No se trabajaba de maestro; se era maestro. Eran roles que se ejercían con orgullo y que implicaban compromiso y vocación de servicio. No eran un trabajo de 8 a 16, sino funciones que exigían un determinado comportamiento social y una actitud ante los demás. El desdibujamiento de esas identidades explica mucho de lo que nos pasa. Hoy parece asumido que la “investidura” no existe; mucho menos la ejemplaridad. No es casual que en la misma semana un sindicalista haya dicho –con sinceridad pasmosa– que no marchan ni protestan los fines de semana, porque el sábado se descansa y el domingo se ve fútbol. ¿Las convicciones también se ejercen en horario de oficina? Todo hace juego con una cultura del “trabajo a reglamento” y con la ley del menor esfuerzo.
Lo del Presidente expresa algo que permea diferentes estamentos y que no solo vemos en la esfera pública. Ser deportista de elite, y jugador de primera división, implicaba una exigencia de conducta, tanto dentro como fuera de la cancha. Hoy los dirigentes esgrimen: “La vida privada de los jugadores no nos incumbe”, aunque su conducta sea penalmente reprochable. Todo remite a una misma cultura en la que “ser algo” no implica un compromiso demasiado firme. ¿El oficio ha dejado de definir a las personas? ¿Se deja de ser juez después del horario de tribunales? ¿Se deja de ser docente fuera de la escuela? En la era de las redes sociales se plantean otros dilemas: ¿se puede ser alguien en el trabajo y alguien diferente en Twitter? Son preguntas vinculadas al sentido de la obligación y a la consistencia con la que se asumen compromisos públicos, profesionales y laborales.
Por supuesto que toda generalización es injusta, y son muchos los ejemplos de hombres y mujeres que cumplen su tarea con vocación, asumen su rol con enorme dedicación y no fijan fronteras horarias en beneficio propio. Pero ¿en qué contexto lo hacen? ¿Son valorados o desalentados? ¿Hay un ambiente que propicia ese compromiso o de algún modo lo devalúa? El argumento con el que se ha atenuado la responsabilidad del Presidente parece expresar un clima de época.
En el discurso del poder, la vocación no está asociada a un valor, como tampoco el esfuerzo, la capacitación y el mérito. La dirigencia y la militancia política parecen girar alrededor del cargo y el conchabo, en una cultura donde cotizan más el acomodo y la obsecuencia que el saber y la formación. Para ser presidente ni siquiera ha sido necesario presentar una propuesta ni ganar una interna; alcanzaron una designación a dedo y un lanzamiento por Twitter. Por eso el juez ha dado, sin querer, en la tecla: al dividir al individuo de la función, describe un rasgo de esta época. Cualquiera se siente con derecho a ocupar cualquier función. Cada vez son más los organismos técnicos que están en manos de personas sin formación específica. Para ser embajador, ya no se necesita ser diplomático. Pero ahora (como vemos en la embajada argentina en Israel) tampoco se necesita idoneidad moral. Los derechos siempre parecen estar por encima de las obligaciones. El cargo y la función no obligan, u obligan a tiempo parcial.
Hay, además, algo que resulta paradójico: se vive, a escala global, una especie de furor identitario, pero solo se menean con orgullo, o con indignación desafiante, las identidades que hoy confieren derechos (como las vinculadas al género o a la etnia, por ejemplo), mientras que aquellas que establecen obligaciones (derivadas de la profesión o del oficio) son por lo menos relativizadas. En ecosistemas demagógicos y populistas, ese desbalance entre derechos y obligaciones alcanza su máxima expresión. Y en países con instituciones débiles y jueces politizados, las confusiones pueden derivar en verdaderos despropósitos.
El argumento del “horario de trabajo” es, por supuesto, una trampa. Y se emparenta con esta concepción en la que toda responsabilidad se devalúa y toda transgresión se minimiza. No se puede ser buen presidente hasta las 20 y mal ciudadano desde esa hora en adelante. ¿O para los hombres públicos la noche es zona liberada? Solo en sociedades que desvalorizan la ejemplaridad puede esgrimirse una coartada semejante. La vida privada de los hombres públicos es, en todas las democracias modernas, un tema sensible, sometido al escrutinio púbico y a la responsabilidad judicial.
La Argentina, sin embargo, parece entrar en una fase de mayor audacia. Ya no solo se practica la tolerancia con los “pecados fuera de horario”, sino con la más obscena corrupción. El caso del embajador en Israel marca, en ese sentido, un inquietante precedente. Condenado e inhabilitado para ejercer cargos públicos, sigue representando al país ante la mirada indulgente del poder. Mientras tanto, la política echa de su cargo a la fiscal que reunió las pruebas para llevarlo a juicio. ¿Se esgrimirá que los delitos fueron cometidos fuera del horario laboral? La tolerancia frente a la transgresión marca, también, el pulso de una época en la que se ha invertido la ecuación de premios y castigos.
Para futuros historiadores, el fallo sobre el cumpleaños en Olivos tal vez sea un valioso documento en el que se encuentren rastros de la cultura y los estándares éticos de este período histórico. Se verán las huellas de una época en la que la vocación por el servicio público ha prescindido del sentido del deber.
Mientras tanto, el argumento judicial con el que se ha beneficiado al Presidente fijará una jurisprudencia para otras causas en las que se evalúa la conducta de magistrados y funcionarios. Quizá lo cite en su favor aquella jueza de Chubut que, al salir del tribunal, visitaba y se besaba con un condenado por homicidio al que había intentado beneficiar. Quizá le sirva a la defensa de aquel exsecretario de Obras Públicas que revoleaba bolsos en un convento cuando ni siquiera debía cumplir horario de trabajo. Es la jurisprudencia que le hacía falta a una época en la que la ejemplaridad y la ética en la función pública empiezan a juzgarse como valores anacrónicos.
Así como ahora se atenúa la responsabilidad presidencial por una cuestión horaria, el mes pasado otro magistrado consideró que una toma de tierras no había sido ilegal porque se había concretado a la luz del día. Muchos jueces parecen, extrañamente, mirar más el reloj que las leyes. ¿Otro síntoma de una época dominada por el relativismo y la anomia?
Tal vez sea hora de volver a hablar de obligaciones, sin descuidar por eso los derechos de nadie. Tal vez sea hora de recuperar aquel sentido del deber con el que se abrazaban vocaciones y se asumían compromisos. Tenemos la herencia, y también el ejemplo, de tantos jueces y maestros, pero también de tantos carteros y bomberos que ejercieron –y ejercen– sus funciones sin dobleces, con la ética simple y elemental de la responsabilidad. ¿Suena tan fuera de época?