La estupidez de obviar un plan económico
La épica populista sigue vigente. Aquella que alega que reducir el déficit equivaldría a hambrear al pueblo e hincarse frente determinados intereses, generalmente foráneos.
Sin recurrir a nuevos impuestos, hasta ahora el Gobierno ha venido aprovechando la inflación para financiarse. Pero este proceso tiene patas cortas, porque tiende a la hiperinflación.
El nivel de inflación responde en gran parte a la baja demanda de dinero. Es decir, a la desconfianza de la gente en nuestra moneda. Acá está el nudo de la cuestión y ahí puede encontrarse gran parte de la solución a la encerrona. La prédica de la “multicausalidad” es una verdadera cortina de humo para entender el problema. Porque si bien hay muchas causas, la verdad es que éstas son consecuencia de la cuestión monetaria.
El usufructo del señoreaje es cada vez menor. El señoreaje es el ingreso real obtenido a partir de la expansión de dinero por parte del Banco Central (BCRA) y del sistema financiero. Se trata de un ingreso real para las autoridades (el gobierno y el Banco Central) merced al monopolio en la emisión de dinero. Habla de cuántos recursos, con cada nueva emisión monetaria, se agrega al Estado, gracias a su poder monopólico para emitir.
Como la gente huye del peso, la capacidad de obtener beneficios por parte del Gobierno disminuye día a día. Hoy, más dinero se emite, más se huye de su tenencia para dirigirse a otros destinos como el dólar. Es decir: sigue cayendo la demanda de dinero e incrementándose la velocidad de su movimiento. Y el efecto señoreaje se va diluyendo.
La situación es gravísima porque el Gobierno no logra obtener un suficiente beneficio con estos niveles de inflación; pero sí consigue empobrecer la población. La falta de confianza es de tal magnitud que el dinero argentino solo sirve para transacciones de corto alcance. Y la situación se agrava día a día. Porque en el balance cambiario no ingresa prácticamente un dólar, a excepción de lo que viene de los organismos multilaterales. La explosiva mezcla de cepo con atraso cambiario lleva a escapar del peso para, además, adquirir sustitutos de los dólares, como bienes o viajes.
¿Cómo se inicia el restablecimiento de la confianza? La respuesta es contundente: con un plan económico.
Pasaron más de dos años y, finalmente, el Gobierno ha logrado establecer uno. Durante ese período, sin rubor alguno, presumía de no necesitarlo para gobernar. Porque hay que recordar. Y resulta inaudito que, al hablar sobre los fracasos de los planes en el pasado, haya olvidado nombrar la debilidad de las instituciones que, de crisis en crisis, arrojan al país a la coyuntura y dificultan los acuerdos multipartidarios y multisectoriales. Si de fracaso se habla, vale recordar que los planes no aseguran el éxito, pero la ausencia de ellos sí lo asegura.
El presidente de la Nación ha mostrado una alarmante falta de sentido común. “Francamente, no creo en los planes económicos”, decía Alberto Fernández a Benedict Mander, corresponsal en el Cono Sur del Financial Times.
En un supremo intento por entenderlo, puede sospecharse que, envuelto en tantas paradojas y contradicciones, y resuelto a salir del paso con el uso del lenguaje, cae permanentemente en la imprudencia verbal. Quien no tiene un plan, está a la deriva. Y los agentes económicos no tienen una orientación mínima. La gente camina sobre un flan, donde la dirigencia política opera sobre la improvisación. Un plan económico supone fijar un objetivo y los instrumentos básicos, que comprometa a buena parte de la sociedad en su logro, mediante una adecuada difusión. Cualquiera sea la razón esgrimida, negar la existencia de un plan es un acto suicida. Y, lo peor es su justificación sobre la base argumentativa de formato tipo “vamos viendo”. Algo positivo ha surgido, sin embargo: por el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) se ha diseñado un plan con determinada técnica presupuestaria y estrategia. Y con ciertas metas, que deben ser sometidas a auditoría de control sobre su marcha. Finalmente, el acuerdo despeja en gran parte la improvisación, pregonada desde lo más alto de la estructura del poder político. Hay que ver cuánto se cumple. Además, esto es apenas un comienzo. Y obviamente, no es suficiente. Porque el plan debería ser integral y consistente para lograr un paulatino y sostenido aumento de la demanda de dinero. Por ello, es imprescindible que éste vaya mejorándose. Que tome en cuenta la reforma del Estado, tributaria y de desregulación; que incentive la confianza en el futuro, el ahorro y la inversión; que aliente abandonar la fuga de capitales, para tener más financiamiento para el Estado.
Cuando crece la confianza, y el Estado va ajustando el gasto a lo que se puede pagar, entonces, va dejando de lado al Banco Central para su financiación y así se genera círculo virtuoso. A mayor confianza, mayor demanda de dinero.
Aunque muchos digan lo contrario, la realidad es que el acuerdo vino como anillo al dedo, pese a que tiene limitaciones. Cumplir con el plan significa racionalidad y ello exige la reducción del déficit fiscal y el correspondiente financiamiento monetario, lo cual requiere un esfuerzo ciertamente mayúsculo. No hacerlo significa rumbear hacia una nueva gran crisis cambiaria, en cuyo caso no debería descartarse un nuevo “Rodrigazo”. Obviamente, algo que se da de bruces con la épica populista. Porque una cosa es la racionalidad y otra la lógica electoralista.