La estrepitosa derrota de un modelo
Refiere Pablo Giussani en una página antológica que el “peronismo revolucionario” de los años 70 –hijo de las clases medias altas e ilustradas o directamente de la oligarquía– se prodigaba en espectaculares donaciones a los humildes: regalos que provenían de robos a mano armada o víveres distribuidos entre hogares obreros en trueque por la vida de algún empresario secuestrado. Estas operaciones no alentaban el protagonismo ni la evolución de las masas, sino apenas su agradecimiento temeroso: “El montonero se sentía incómodo e inseguro cada que vez que su declarado afán de inmersión en el pueblo se orientaba hacia la fábrica, hacia el obrero sindicalizado –recuerda Giussani, y añade más adelante–: Con mayor desenvoltura se encaminaba hacia las franjas marginales de la masa, más expuestas a resultar objetos de una relación instrumental y paternalista. El correlato social del montonero en el seno de la masa era, definitoriamente, el villero”. Esta opción tilinga por lo que en ese momento era el lumpen y no por el proletariado tradicional –dicho según las viejas categorías marxistas– es una marca genética del denominado peronismo de izquierda, cuyo sistema de creencias conviene revisar de vez en cuando para comprender cabalmente el actual modelo kirchnerista. Aquella elite creó el llamado “evitismo”, subideología peronista basada en la falsificación de la figura de la histriónica esposa del General –presentada como una revolucionaria y una feminista cuando era una conservadora de manual y una machista de época–, y principalmente en la Fundación Eva Perón, como centro y no como margen de la acción política del Movimiento. Esa fundación no promovía la producción; se dedicaba solo a la dádiva, y era manejada por una dama autoritaria que vestía Dior pero que practicaba el pobrismo sentimental. La “juventud maravillosa” inventó un Perón apócrifo y también una “Eva guevarista”: si Evita viviera sería montonera. El encuentro histórico entre esta mentalidad plagada de autoficciones con el posterior y crudo feudalismo santacruceño de la dinastía Kirchner, y esencialmente con una reina multimillonaria que imitaba la voz de Eva, instalaba el evitismo como cultura oficial y en su camino a la hegemonía buscaba inspiración en el folklore de “la gloriosa JP”, explica la generación del clientelismo más rapaz, el incremento incesante de un ejército de pobres crónicos que le deben la vida, la indiferencia inoperante hacia el mundo de la producción real y las consecuentes inversiones privadas, el estatismo total y negligente, la indulgencia hacia el delincuente y la romantización del barrabrava, una guerra permanente contra los pilares de la democracia republicana (división de poderes, alternancias), un batalla ingente contra los valores del “progreso burgués” (mérito, esfuerzo) y una política exterior basada en asociarse con los enemigos de Occidente, sean ellos tanto estados teocráticos y terroristas de Medio Oriente como autocracias de variado pelaje en cualquier latitud y tiranías con tintes izquierdosos en América Latina. Este conjunto de prejuicios ha logrado resultados calamitosos en la Argentina, que está al tope de los rankings globales en reservas de petróleo, gas y litio; que tiene un potencial minero e ictícola descomunal, y que con su sola agroindustria libre y a pleno podría dar de comer a 400 millones de personas. A la sombra de esta manera fallida de pensar, parecemos justo hoy –cuando el planeta demandaría nuestros múltiples recursos– patéticos personajes surgidos de aquellas siniestras películas en blanco y negro de Robert Aldrich (Baby Jane, Dulce Carlota): somos una familia de necios y ebrios perdidos y rencorosos que teniendo en su sótano un incalculable tesoro escondido, morimos finalmente de inanición porque resultamos incapaces de acertar en la cerradura y abrir la trampa. Un film de terror sarcástico y opresivo, pero que nos hace justicia. Y lo interesante es que una mayoría abrumadora –cerca del 75%, según diversos sondeos– comienza a mascullar un sentimiento irreversible: tocamos fondo, esta fórmula que dominó las últimas décadas está agotada. Esa flamante certeza no implica que, aun admitiendo el incendio devastador, la sociedad elija la puerta de emergencia adecuada: el cliente no siempre tiene la razón; a veces los pueblos eligen frívolamente los callejones sin salida. Tampoco significa que el kirchnerismo, ante la evidencia del naufragio, modifique su rumbo: Weber nos enseñó que una “utopía” nunca puede ser derrotada; a lo sumo los fracasados reelaboran sus argumentos en base a que el proyecto no funcionó, pero no porque sus políticas fueran equivocadas, sino porque no se aplicaron con suficiente ímpetu o precisión, algo que se hará seguramente en el próximo ciclo, compañeros. Paciencia. Agreguemos que aquí esa “utopía” es, para quienes la sostienen, no solo un modus operandi, sino también un modus vivendi: deben aferrarse a ella con uñas y dientes para no dar el brazo a torcer –algo tan doloroso–, y principalmente para no perder los privilegios que les presta la administración pública. Dicho sea de paso, una enfermedad colateral a esta se detecta en el inconsciente colectivo colonizado: todavía flota allí una cierta esperanza indecible de que venga a nuestro rescate un caudillo peronista que mantenga el tongo, ate todo con alambre y nos evite los sufrimientos necesarios. El “peronismo mágico”, al que le rezan no solo sus votantes, sino también ciertos cabeza hueca de la sociedad civil y del círculo rojo que nunca aprenden la lección. Para decirlo sin demagogias periodísticas: la oligarquía peronista y la “casta” (injusta igualación de tirios y troyanos), no fueron en todo caso fenómenos de generación espontánea. Fueron dirigentes consagrados por un electorado voluble, anacrónico y venal.
No es cierto que el cliente siempre tenga razón; muchas veces los pueblos elijen frívolamente los calejones que no les procuran una salida
Pero regresando a la praxis y psicología políticas que nos condujeron hasta esta hecatombe por fin reconocida, bueno sería comprender que el evitismo feudal –a la manera de aquellos “muchachos maravillosos”– ha extremado en veinte años las espectaculares donaciones ya no solo en víveres, sino también en planes, subsidios y empleos públicos: todo un sistema paternalista y cristalizador que oblan con sus impuestos empresarios “secuestrados” por un Estado voraz y mafioso, y por supuesto, la exprimida clase media que tuvo el tupé de hacer méritos y progresar, y que desde hace rato debe pagar caro por su rebeldía. A este saqueo lo llaman ahora “redistribución del ingreso”, cuando en verdad es una vampirización permanente de un sector social y productivo para engordar un vasto y yermo jardín de infantes donde todos y cada uno de sus miembros deben permanecer eternamente inmóviles, mediocres e ignorantes, y agradecidos para siempre con la señora directora. Un buen ejemplo que condensa esa rancia metodología está en las escuelas, donde la orden fue que los alumnos pasaran de año sin grandes exigencias: les regalan así el presente, y les destrozan el futuro. Es curioso además que esta debacle de la escuela pública se lleve a cabo en nombre de la “izquierda”, mientras que Sarmiento es considerado un monstruo de la “derecha”. ¿Dónde están los reaccionarios y dónde los progresistas? La novedad más inquietante para la Pasionaria del Calafate y su troupe consiste, sin embargo, en que los pobres abandonan el agradecimiento temeroso porque comienzan a resultarles insuficientes sus dádivas y regalos cortoplacistas. Esa fuga marca, tal vez como ninguna otra, el otoño de una mala idea.