La estafa moral
“La casta se puso en contra del cambio”, decía a los cuatro vientos el entonces candidato hace unos meses. Días después, la ciudadanía asintió a través de su voto. Esta credulidad explica los incansables reclamos sobre la nominación de uno de los candidatos a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La mayoría de esas denuncias provinieron de voces autorizadas. Pero hay millones de voces anónimas que se sienten estafadas con esa nominación. Esta reflexión trata sobre el vínculo entre el poder de los representantes y la impotencia de los representados. Sobre la “casta” enfrentada a una ciudadanía defraudada.
Nuestra capacidad de convivir depende de la posibilidad de comunicarnos, de intercambiar información y opiniones, de expresar ante los otros nuestros deseos y preocupaciones; todas las actividades están atravesadas por el lenguaje, al que se supone veraz. La palabra empeñada no es la mera permanencia de una cosa más del mundo, como decimos de un roble que persiste de pie. Es testimonio de la constancia, de la perseverancia de quien la pronunció.
Conferirle cierto valor social al intercambio verbal supone la aceptación de algunas reglas básicas, entre ellas, la de confiar en que lo dicho manifiesta cierta manera de pensar que es coherente con determinadas conductas por parte de quien nos habla, lo que equivale a decir que debemos depositar un voto de confianza en el otro. En contrapartida, faltar a una promesa no solo es una traición a la palabra empeñada, sino que además, dado que la promesa es una institución del lenguaje, esa traición implica desalentar cualquier tipo de relación de cooperación en la sociedad. Y si bien es harto común faltar a la palabra dada, nadie deja de reconocer el valor de su cumplimiento. Porque nuestra condición en desventaja empeora infinitamente toda vez que las intenciones ajenas no son las que confiadamente esperamos. Convertidos en presa fácil, corremos el peligro de ser fácilmente perjudicados o traicionados en nuestra buena fe. Toda vez que confiamos en la palabra del otro nos volvemos vulnerables. Porque creemos algo equivocadamente y actuamos, en consecuencia, también equivocadamente.
La promesa es un acto verbal filosóficamente muy complejo: toda vez que prometo no solo pronuncio palabras, también realizo una acción. Cuando el juez dice “los declaro marido y mujer”, más que una declaración de índole verbal, es un contrato a partir del cual los contrayentes aceptan su compromiso recíproco. Por eso, toda promesa es un acto y tiene carácter performativo, su significado coincide con el acto de su enunciación.
En la falsa promesa, personal o cívica, cuando se promete algo a sabiendas de que no se va a cumplir, se aniquila el propósito mismo de la promesa, y vuelve imposible que, de allí en más, se tome en serio la expresión “te prometo”, perdiendo toda credibilidad. Análogamente, aun como ideal, el acto eleccionario es el depósito de un voto de confianza basado en la creencia de que, si nuestro candidato asume el poder, acepta el compromiso recíproco asumido con quienes lo han violado. De eso trata, precisamente, el contrato social en el que se fundan las democracias republicanas.
¿Por qué traigo a cuento estas cuestiones filosóficas? Porque al decir del filósofo español contemporáneo Javier Gomá, la auténtica filosofía debe ser tres veces mundana. Tiene que hablar del mundo, para todo el mundo y con un poco de mundo. Y en este caso, debemos hablar de un progresivo distanciamiento entre las promesas y las nominaciones para cargos que contradicen las promesas originales. Si tomamos en cuenta los discursos de campaña, advertimos asombrados que el caballito de batalla –la denuncia de la casta– se volvió hoy un significante vacío de sentido. Más: lejos de combatir a la casta, la incorpora. Los ejemplos son muchos y están en boca de todos. Pero más allá de los valores intrínsecos (o su falta) de cada uno de quienes los encarnan, importa al ciudadano de a pie que, una vez más, se siente defraudado.
Remedando el “que se vayan todos”, ilustremos este reclamo con el principio de conservación de la energía, el cual indica que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma de unas formas en otras. Una práctica tradicional en la Argentina confirma ese principio: como una maldición, advertimos que retornan los mismos rostros de políticos y/o de sus familiares o descendientes, cual linaje monárquico, responsables de la degradación a la que asistimos. No solo ellos y no solo ahora: aprobamos que las grandes empresas del Estado son descabezadas cuando sus gerentes son despedidos o renuncian a sus puestos. Pero en lugar de volcarse a la actividad privada o a sus profesiones liberales, esos políticos y esos gerentes son nombrados en otros puestos o en otras empresas. Y ni hablar del personal no jerárquico: como continúan en sus cargos, condicionan y conservan las mismas prácticas nocivas que impiden el saneamiento del organismo. Con este continuismo abierto o solapado de políticos y personal del Estado, es imposible impulsar el cambio cultural prometido. Gatopardismo mediante, todo cambia para que nada cambie.
Cuando lo que se juega es el nombramiento de un juez para la Corte Suprema de Justicia (cargo a perpetuidad), es insoslayable reivindicar un concepto caduco en la Argentina, pero cuya recuperación es la clave de bóveda del cambio cultural al que aspira la ciudadanía: la ejemplaridad. La condición virtuosa exige la independencia de los poderes y la consecución de las causas judiciales para cuyo fin se ha votado al Poder Ejecutivo. Lejos de esa condición, su nombramiento garantizará la inmunidad de los culpables. Semejante emboscada se burla de una ciudadanía cándida que votó, o hasta desvió su intención de voto, para que la impunidad dejara de ser la moneda de cambio.
En la carrera electoral, el lobbying se vale de una catarata demagógica de promesas para seducir al electorado. Pero una vez en el poder, el candidato vencedor incumple sus promesas. Y el ciudadano, desprovisto de su única arma –su voto–, rumia su bronca por sentirse preso de un eterno retorno de lo mismo. Embaucado, estafado, una vez más, por la maldita casta.
Ensayista y doctora en Filosofía (UBA); presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia