La espada del poeta
Será difícil encontrar una relación entre dos artistas, dos escritores en este caso, más extravagante que la que mantuvieron Paul Claudel y André Gide en la primera mitad del siglo XX. ¿Qué tema de conversación podían tener el católico Claudel y Gide, educado en el protestantismo y que, en Los alimentos terrestres, escribió muy famosamente “puse audazmente mi mano sobre cada cosa y me he creído con derecho a cada objeto de mis deseos”? No era una amistad, tampoco una rivalidad; fue un prolongado ejercicio de esgrima. Es notable que esta esgrima tenga menos brillo en la correspondencia que intercambiaron que en aquello que cada uno fue anotando del otro en sus diarios, ambos monumentales, aunque a la vez tan diferentes.
Una de las primeras noticias la encontramos en los diarios de Gide, el 5 de diciembre de 1905: “Ha venido a almorzar Paul Claudel. Chaqueta demasiado corta, corbata de nudo largo; el rostro todavía más cuadrado que anteayer; palabra a la vez florida y precisa; voz brusca breve y autoritaria… No seduce, no trata de seducir; convence o impone. Cuando después del almuerzo habló de Dios, del catolicismo, de su fe, de su felicidad, y al decirle yo que lo comprendía muy bien me dijo, sin brutalidad, serio: ‘Pero Gide, ¿entonces qué espera para convertirse?’”.
De ese almuerzo, Gide transcribe otra observación de Claudel: "Conviene recordar la frase de Cristo: ‘No vine a traer la paz, sino la espada’. Debemos buscar la felicidad, no en la paz, sino en el conflicto. La vida de un santo es una lucha de un extremo a otro’".
Los problemas aparecen pronto. Hacia 1913, Claudel se entera de la pederastia de Gide. "Tristes revelaciones sobre G.", consigna en el diario. Pero de todos modos las cartas y las reuniones se repiten. El 15 de mayo de 1925, anota nuevamente Claudel: "Encuentro con Gide, que parte al África ecuatorial. Me dice que su inquietud religiosa se acabó, que el costado goetheano de su naturaleza se impuso sobre su costado cristiano, que su estado es en este momento de ‘felicidad’. ¿Entonces para qué me vino a ver? Le hablo del anonadamiento, del ‘ahora’ que destruye el futuro e introduce la eternidad. Todo esto lo aflige bastante".
En este caso, contamos con la perspetiva inversa. Por su lado, Gide dejó también en su diario constancia de esa misma reunión: "Anoche, visita a Claudel. Me había pedido que fuera a verlo y me esperaba. Delante de Claudel, sólo tengo conciencia de mis carencias; me domina; me abruma; tiene más base y más superficie, más dinero, más genio, más poder, más hijos, más fe, etc. que yo. Mi único afán es no responder".
Claudel quería cambiar a Gide. Gide, que no quería cambiarse a sí mismo, no quería tampoco cambiar a Claudel. A propósito del desdén de este último a una obra de teatro de Roger Martin du Garde (“algo inmundo”), Gide observa que “no hay razón alguna para tratar de ‘excusar’ a Claudel. Me gusta y lo quiero así, dando una lección a los católicos transigentes, tibios, dispuestos a pactar”.
Bastante al principio de la relación epistolar, Claudel le había explicado ya al otro en una de sus cartas: "Me dice usted que es muy protestante. Mejor. Sé muy bien que para usted el protestantismo no es más que un reactivo. No hay inconveniente en que sea enérgico. Un poeta como usted está hecho para entender el misterio de la libertad en la gracia, que es al mismo tiempo toda la tesis del arte y de la teología. Un día llegará en que tendrá hambre y sed de pan y de vino".
El señalamiento de que la libertad en la gracia es un territorio común al arte y a la teología merecería una consideración menos anecdótica que esta antología de citas. Digamos simplemente que ese día anunciado en la carta no llegó nunca, o si llegó fue puramente interior, y el propio Claudel se ocupa de consignarlo: "Muerte de André Gide el lunes 19 de febrero a las 10 de la noche. En su lecho de muerte no quiso sacerdote ni pastor. De profundis". Es cierto: Gide no quiso cambiar a Claudel, pero que Claudel no consiguiera cambiar a Gide había sido tal vez para él un fracaso.
Algo hay que decir a favor de los dos (algo de lo interminable que podría decirse, que se viene diciendo hace décadas y aparte del juicio crítico que se tenga sobre sus libros): no buscaban amparo en el fingimiento de la cortesía. Si hiciera falta una prueba que le diera verosimilitud a semejante constatación, bastaría una anotación escueta del diario de Claudel fechada el mismo día, pero un poco más tarde: “Muerte de AG. La moralidad pública gana mucho y la literatura no pierde gran cosa”.