La escuela que emite cheques sin fondos
Las estadísticas muestran un pronunciado descenso de la cantidad de alumnos que repiten de año o de grado; ¿es porque aprenden más y obtienen mejores resultados?; no, es porque se les exige menos y se indica aprobarlos por “decreto”
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Imaginemos un país en el que caen de manera abrupta las estadísticas de personas hospitalizadas. Sería un dato para celebrar si no detectáramos que, al mismo tiempo, crece exponencialmente la tasa de mortalidad. Descubriríamos que las internaciones no bajaban porque la gente era más sana, sino porque habían dejado de tratarse las enfermedades. Pensaríamos, con razón, que ese país había perdido el juicio.
Eso, exactamente, es lo que está pasando con la educación en la Argentina. Las estadísticas muestran un pronunciado descenso de la cantidad de alumnos que repiten de año o de grado. ¿Es porque aprenden más y obtienen mejores resultados? No. Es porque se les exige menos y se indica aprobarlos por “decreto”. El costo quizá sea menos visible, pero equivale, en dramatismo, al que tendría la prohibición de aplicar tratamientos médicos ante casos de enfermedad.
El oportunismo político, el corporativismo sindical y el ideologismo pedagógico parecen haberse aliado en contra de la educación. A millones de alumnos se les regala el presente a costa de su futuro. Se les evita el trauma de repetir, desentendiéndose de otros traumas peores: no poder acceder a un empleo.
El populismo hace su negocio. En ese puro presente radica, después de todo, su esencia. El supuesto progresismo pedagógico le aporta sustento argumental. Sostiene que el alumno que repite carga con un estigma y es posible que abandone. Si se asumiera que eso es así, ¿cuál es la alternativa? ¿Que pase de grado o de año sin saber? Para abolir una opción hay que tener otra mejor.
En la analogía con el sistema de salud, también podría decirse que la internación nunca es agradable, aísla al paciente de su entorno, lo expone a riesgos intrahospitalarios, le puede dejar incluso algunas marcas traumáticas. Ocurre que, en determinados casos, no hay una alternativa mejor. No hablamos de grandes teorías ni de observaciones complejas, sino de simple sentido común. ¿La Argentina ha perdido, además del juicio, las nociones del sentido común en materia educativa?
El ideologismo pedagógico no solo argumenta en contra de la repitencia, sino de toda forma de enseñanza tradicional. Ha suprimido desde los dictados ortográficos hasta el aprendizaje de memoria del abecedario y de las tablas. Sostiene que el docente no debe enseñar (porque eso se asocia a imponer), sino “guiar en el aprendizaje”. Los resultados son catastróficos: la escuela primaria ya no garantiza que los chicos aprendan a leer, interpretar; mucho menos a hacer operaciones matemáticas de baja complejidad. Las evidencias, sin embargo, no conmueven al ideologismo.
El sindicalismo, mientras tanto, ha convertido a la escuela en un territorio de disputa política, desentendiéndose por completo de la calidad. La exigencia, la evaluación, el rendimiento y los resultados conforman una dimensión ajena al universo de un gremialismo docente que reniega de la docencia. Al maestro y al profesor se les ha quitado la facultad de decidir con su propio criterio y de imponer, con autoridad profesional, la decisión que les parezca más conveniente. Las reglamentaciones, la ideología y el interés sindical se han puesto por encima de la autoridad docente, de la que apenas queda en las aulas un recuerdo borroso y, a esta altura, nostálgico. El discurso político ha desplazado, en la escuela, al discurso científico y académico. Enseñar parece autoritario. Bajar línea es “abrir cabezas”, según una célebre definición presidencial.
Hay muchos docentes que ven, con impotencia y con dolor, que los chicos pasan de año sin manejar nociones básicas de lengua y de matemática. En general no lo dicen porque el sistema penaliza la exigencia: el que aplaza se convierte en sospechoso. Se presume que no sabe enseñar. La promoción escolar se ha convertido en una fuga hacia adelante: que se haga cargo otro. Así se llega a lo que ven los profesores universitarios: ingresantes que confunden ecuaciones con oraciones y el Renacimiento con la Revolución Industrial. Pero la universidad sigue pasando la pelota: elimina cursos de nivelación para que esas falencias no queden expuestas; baja la exigencia y se convierte en cómplice del gran simulacro educativo. Ir contra esa corriente equivale a luchar contra los molinos de viento. Conviene mirar para otro lado y continuar la fuga hacia adelante. La consigna es disimular el fracaso.
En un país donde la escuela se desentiende de la enseñanza, el problema deja de ser estrictamente educativo para generar interrogantes más amplios: ¿cómo se construye el futuro?; ¿qué se ofrece a las nuevas generaciones?; ¿cómo se concibe la igualdad de oportunidades?; ¿qué caminos de progreso y de desarrollo social se proponen?
Esos alumnos que egresan sin aprender no son una abstracción estadística: son millones de jóvenes a los que se les extiende un diploma que equivale a un cheque sin fondos. Cuando intentan hacerlo valer en el mercado laboral no les sirve. No les da herramientas para desarrollar un oficio; ni siquiera para ser repositores en un supermercado. La escuela, en lugar de ser un motor de crecimiento, se convierte en una maquinaria que produce frustraciones. Produce –según la definición de la investigadora Ana Borzone– “chicos prescindibles” para la sociedad.
El populismo transforma a la educación en engranaje de un sistema defectuoso en el que no se potencia el desarrollo, sino la dádiva. A ese chico que no aprende en el colegio, el Estado le ofrece más adelante un plan social. Se multiplica el asistencialismo y se refuerza la dependencia. El plan tampoco es un camino hacia la inserción laboral. Aquella escuela en la que no hace falta estudiar para pasar de año se proyecta en un sistema de ayuda social en el que no hace falta asumir obligaciones para conservar el subsidio. Un simulacro engendra otro.
Esa escuela donde nadie repite es el reflejo de una inmensa confusión que ha colonizado el poder en la Argentina. En nombre de un supuesto progresismo, se le ha amputado la calidad a la educación pública. ¿Hay algo más injusto que condenar a los sectores más vulnerables a una enseñanza devaluada, permisiva y demagógica? ¿Hay algo más estigmatizante que suponer que los pobres no pueden aprender y dejarán la escuela si se les exige? ¿Hay algo más regresivo que quitarles a los jóvenes el derecho a ser exigidos para que puedan desarrollar su autonomía y explotar su potencial? Vale citar otra vez a Borzone: “La escuela pública ha dejado de ser un factor de promoción social para convertirse en un factor de discriminación social”.
El problema –como se dijo– excede las fronteras de los colegios. La educación ha sido desvirtuada por dogmas y eslóganes ideológicos que también han contaminado los otros estamentos del Estado y de las instituciones en general. La degradación de la enseñanza pública es la degradación de la Argentina. Aquella escuela que tomaba exámenes, que calificaba y corregía, que premiaba y sancionaba, y en la que el docente tenía una voz autorizada fue el engranaje central del desarrollo argentino y del ascenso social. Hizo que los hijos de los obreros se convirtieran en ingenieros de las fábricas. Hoy hace que los hijos de los capataces no pasen una prueba para cubrir vacantes de operarios. Todo se ha hecho en nombre de un curioso progresismo que reniega del progreso.
Nos hubiéramos escandalizado, seguramente, ante aquel país imaginario en el que se prohibían las hospitalizaciones por decreto mientras se desatendía a los enfermos. ¿No deberíamos escandalizarnos ante una Argentina que ha dejado de enseñar?