La escuela fue y será el lugar más seguro en una sociedad
Como algunos lectores de LA NACION saben, quien escribe estas líneas sostiene desde hace meses la necesidad imperiosa de la reapertura de las escuelas. En el momento en que en el hemisferio norte comenzaban a abrirlas, en cientos de ciudades de la Argentina no había circulación comunitaria del virus y la cantidad de contagios –salvo en el AMBA y un puñado de lugares más– no era significativa. Aun así, las escuelas permanecieron cerradas.
Muchas naciones apostaron por volver a la normalidad escolar y constituyeron fuente de conocimiento empírico acerca de cómo crecían o no los contagios en las instituciones educativas de diferentes niveles. Con esa casuística, y a partir de varias investigaciones a cargo de instituciones de salud pública, autónomas respecto de los gobiernos correspondientes, se produjo una decisión de política educativa en la mayoría de los Estados que puede resumirse en una frase: "Lo último que cerraremos son las escuelas y lo primero que abriremos serán las escuelas". Esa máxima estuvo muy lejos de la visión del gobierno nacional y de buena parte de la dirigencia gremial docente. Incluso podría decirse que un alto porcentaje de la sociedad en su conjunto –familias, estudiantes y docentes– se declaró contrario a retornar a la presencialidad, por temor a que el virus se expandiera y se multiplicaran los casos.
A principios de septiembre del año pasado, numerosos países –entre ellos, Italia, Alemania, España y Francia– iniciaban con cierta "normalidad" el ciclo lectivo 2020-2021, no sin asumir responsablemente el compromiso de tomar los recaudos de la situación frente al virus, más conocidos por todos que los divisores primos de número 30. Así fue que millones de estudiantes y docentes de otras latitudes se reencontraron en las escuelas. Es cierto, la fiesta pedagógica no duró lo esperado, porque una segunda ola de contagios azotó a esos países, producto de los descuidos durante sus vacaciones estivales.
Una semana antes de ingresar al receso invernal por las Fiestas, muchos gobiernos volvieron a cerrar las escuelas; pero antes, ya habían cerrado bares, clubes, restaurantes, teatros, cines, shoppings y otros lugares de reunión social. Sin embargo, ¿quién les quitaba lo bailado? Hoy en algunos de esos países las escuelas siguen cerradas (en Italia, por ejemplo) y otras se reabrieron, como las francesas. Mientras tanto, en nuestro país continuamos con la inmensa mayoría de los colegios cerrados –solo el 1% de los estudiantes tuvieron clases presenciales– y nos dedicamos a construir instrumentos que puedan establecer si es o no posible volver a las aulas. Me permito una digresión: ¿quiénes asumirán la responsabilidad de este desatino? ¿Cuándo escucharemos la autocrítica por este desmanejo? ¿Esperaremos a que la historia sea la que haga justicia?
Como podía suponerse, no fue posible regresar a la presencialidad y se insistió –en un país que se dice federal– en prohibir hacerlo a las jurisdicciones que querían retomar las clases presenciales cuando, a esa altura, los organismos internacionales decían con contundencia que las escuelas no eran centros de propagación del virus. Un informe elaborado por las Naciones Unidas, con aportes de la Unesco y la OMS, en octubre pasado, determinó que no hay diferencias significativas en el riesgo de contagiarse con las aulas abiertas o cerradas, siempre que se tomen medidas de mitigación.
El resultado no puede sorprender a nadie: la pérdida de un ciclo lectivo completo en el que muchos aprendieron poco o casi nada, porque no tuvieron un dispositivo electrónico o no contaron con conectividad aceptable o no tuvieron un espacio propio para estudiar. Estaba cantado lo que iba a suceder en un país en el que hoy las niñas, niños y jóvenes pobres superaron el 60% de la totalidad de ese grupo etario. Los datos de la tercera encuesta de Unicef son elocuentes: menos del 20% de los adolescentes consideran que sus aprendizajes en 2020 fueron muchos; aproximadamente 3 de cada 10 alumnos no pudieron avanzar en el aprendizaje o sostener una rutina relacionada con aprender, y a casi el 60% se le complicó mantener la atención.
Las consecuencias de este cierre incluyen, a mi entender, uno de los peores efectos posibles: el abandono escolar
En nuestro país no solo se tiró por la borda una serie de aprendizajes que la escuela debía asegurar y que no se van a recuperar, con un impacto negativo en las vidas de millones, que se va a materializar en un futuro menos promisorio para ellos, sino que se desatendieron múltiples responsabilidades que, progresivamente, ha ido asumiendo el sistema educativo: garantizar el cumplimiento del calendario de vacunación, que –es probable– acarreará enfermedades en su momento erradicadas; asegurar a niños y jóvenes pobres una alimentación que no puede ser equiparada nutricionalmente a la entrega quincenal de alimentos secos a lo largo de 10 meses; sostener la atención primaria de la salud (biológica y psicológica); atender casos de violencia intrafamiliar y de toda índole. Además, hay que incluir el bienestar emocional erosionado por la falta de socialización de los estudiantes de todas las edades. ¿Será por todo esto que 7 de cada 10 familias respondieron en la encuesta de Unicef que enviarían a sus hijos a la escuela este año?
Hace apenas unos días, Henrietta Fore, directora ejecutiva de Unicef, declaró que los niños no pueden permitirse otro año sin escuela porque, entre otras razones, "la capacidad de los niños de leer, escribir y realizar operaciones matemáticas básicas se ha deteriorado, y las habilidades que necesitan para salir adelante en la economía del siglo XXI han disminuido". Además, "su salud, su desarrollo, su seguridad y su bienestar están en peligro. Los niños más vulnerables sufrirán las peores consecuencias" y "debido a la ausencia de las comidas escolares, su nutrición está empeorando".
Las consecuencias de este cierre incluyen, a mi entender, uno de los peores efectos posibles: el abandono escolar. Un trabajo de estimación muy conservador de este flagelo de mediados de octubre pasado calculaba que 1,5 millones de estudiantes quedarían desconectados de la escuela. Hoy esa cifra seguramente es superior. ¿Quiénes se harán responsables de semejante catástrofe? ¿Cómo reingresarán estos estudiantes al sistema educativo? Porque si algún funcionario cree que, en medio de una pandemia y con un sistema económico resquebrajado, será posible recuperar a estos estudiantes con facilidad –mayoritariamente jóvenes de escuelas secundarias– no tiene idea de lo que está sucediendo en los sectores más vulnerables.
Desde hace tiempo venimos escuchando historias de aquí y de allá que dan cuenta de situaciones singulares, relatos que refuerzan un sentido común alejado de la ciencia y que en ningún caso deberían constituir argumentos para la toma de decisiones y el diseño de una política pública. La escuela siempre fue y será el lugar más seguro en una sociedad, esencialmente porque los docentes somos quienes nos esforzamos por cuidar a nuestros estudiantes y ese cuidado es casi imposible a través de la virtualidad. Si algunos gremios creen que la educación no es esencial, no son otra cosa que gremios que no agremian; al igual que algunos funcionarios que no se ocupan de lo fundamental: que todas nuestras niñas, niños y adolescentes aprendan y vivan en una sociedad que recupere algo de justicia social.ß
Educador