La escuela del honor
Excluyendo las opiniones extremas de que la educación se mejora denostando a Sarmiento, adoctrinando y eternizando paros docentes, según unos, o que cada uno se eduque como quiera y pueda, según otros, existe el consenso de que buena parte del destino de la Argentina se decidirá mediante una revolución en las aulas, aunque su contenido ya no reúne tantas coincidencias y exige una sintonía fina.
Sin perjuicio de los estudios indispensables y prioritarios, como las habilidades básicas y técnicas que reclama la sociedad actual, existe otro campo de índole absolutamente diversa, que tuvo su gran momento hace casi un siglo, no casualmente coincidiendo con la mejor época de la Argentina, al igual que su actual ausencia corresponde a la etapa más vulgar de su decadencia.
Me refiero a un vasto grupo de conceptos olvidados, como urbanidad, puntualidad, patriotismo, higiene, cortesía, aliño, respeto y otros que hace decenios no se incluyen en la currícula escolar –ni siquiera en las escuelas confesionales, que prometen una enseñanza más espiritual y humanista–, algunos de los cuales merecieron manuales escolares incluso hasta los años 70, actualmente excluidos de la educación formal y cada vez más ausentes de la enseñanza familiar y del comportamiento diario, pero que constituyen los fundamentos de las sociedades avanzadas.
Cuando cursé la educación primaria, hace más de medio siglo, los mejores alumnos eran elegidos para integrar el “cuadro de honor”, que se exponía en un sitio visible, cual si fuese un altar del mérito, donde los padres llevaban a sus hijos a honrar el ejemplo, como mi madre me llevó orgullosa a ver el nombre de mi hermano.
Además del mérito y del honor, existen otros muchos términos extraños a la sensibilidad actual, pero que son decisivos para construir una comunidad sana, como ética, decoro, virtud, autoestima, dignidad, sinceridad, honestidad, probidad, buena fe, deber, esmero, laboriosidad, cursus honorum, humanismo, amistad, lealtad, respeto, discreción, sensatez, escrúpulos, prudencia, tolerancia, paciencia, perseverancia, templanza, modestia, amabilidad, buen humor, civilidad, sociabilidad, pudor, autodominio, autorrespeto, rechazo a la autocompasión y a la autoindulgencia, compasión, misericordia, espiritualidad, austeridad, ahorro, responsabilidad, confiabilidad, entre otros.
Durante el último siglo aquellas palabras fueron dejando de pensarse, sentirse, escribirse y practicarse, enseñando todo lo contrario, no sólo mediante su ausencia en las aulas, sino, sobre todo y de un modo perverso, a través del deletéreo ejemplo opuesto de los dirigentes, y con el natural resultado del evidente deterioro social.
Sin embargo, existen buenas noticias sobre esta profunda y sutil cuestión. Por un lado, la sociedad ha demostrado estar ávida de un cambio absoluto de rumbo. Por otra parte, no se requiere producir mucho al respecto pues ya está casi todo escrito. Abundan en la tradición de nuestros próceres, escritores e intelectuales, ejemplos concretos para iluminar esos principios, muchos de ellos incluso explícitos, comenzando por las célebres “Máximas” del Libertador San Martín a su hija Merceditas, un derroche de inspiradora sabiduría de vida que todo niño argentino debería saber de memoria.
Habría que comenzar por convencerse de que transmitir valores y virtudes y no sólo datos y, menos aún, ideologías, es esencial para nuestra extraviada sociedad: sin una educación con estos ideales que son los ingredientes básicos para la argamasa sobre la cual construir una sociedad no existirán pilares para nuestro futuro y podrá haber ley, pero no será íntimamente respetada.
Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino