La era del enojo
La gestualidad de la indignación parece representar a muchos ciudadanos; el fenómeno se palpa en la calle y se refleja en las redes sociales y la TV; pero se entra en una dinámica peligrosa cuando emergen liderazgos que se montan sobre el desasosiego
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El enojo parece representar el tono de época. Hay un enojo que anida en la sociedad (según reflejan todas las encuestas), y que algunos líderes, en lugar de interpretar y decodificar, se encargan de exacerbar. La gestualidad de la indignación parece representar a muchos ciudadanos. Es un fenómeno que se palpa en la calle, pero que se refleja con toda transparencia en las redes sociales y también en la televisión.
Ante el enojo de la sociedad, solo caben la comprensión, el afán de entendimiento y –en el caso de la dirigencia– la búsqueda de soluciones. Pero se entra en una dinámica peligrosa cuando emergen o se consolidan liderazgos que se montan sobre el desasosiego ciudadano para incentivarlo, avivarlo y de algún modo celebrarlo. Algo de esto parece estar ocurriendo en la Argentina, donde se observa una peligrosa tendencia a la radicalización del debate público. No importa mucho lo que se diga, sino que se lo diga airadamente, con puñetazos sobre la mesa, con una verborragia enardecida y un revoleo de insultos y descalificaciones a mansalva. Esa gestualidad agresiva y emocional parece conectar con una demanda social. Cuanto más desaforado, más redituable.
Los relevamientos del humor social reflejan, en importantes franjas de la ciudadanía, un enojo “al bulto”, dirigido contra todo lo que se identifique con el poder, las elites o el “establishment”. Es un enojo nutrido de desencanto, defraudación y decepciones, que en algún sentido se conecta con el espíritu del “que se vayan todos” que había permeado en la crisis de 2001. Es un enojo que alimenta un sentimiento antipolítica y, en algunos extremos, incluso “antisistema”. Por supuesto que hay razones profundas que explican ese estado de ánimo, sobre todo entre los jóvenes, que sienten que se ha hipotecado su futuro y les han arrebatado las posibilidades de progreso. La pregunta crucial, sin embargo, es ¿cómo se para la dirigencia frente a ese clima social? Puede hacerlo con sensibilidad o con indiferencia; con capacidad de liderazgo o con actitudes demagógicas; con disposición al sacrificio o con irresponsabilidad rampante. Puede dar el ejemplo o aferrarse a privilegios. Puede acentuar la crispación o cultivar la convivencia.
En la antesala de un nuevo proceso electoral, hay señales para preocuparse. El poder exhibe una formidable incapacidad de diálogo, incluso entre sus propios dirigentes. Aun los que se atribuyen cierta moderación, apelan a una retórica cada vez más agresiva y beligerante. El Presidente acaba de calificar a su antecesor como “mi enemigo”. ¿En qué zona oscura de la política se confunde el diccionario de la democracia con el de la guerra?
Toda la dialéctica pública se tiñe de tergiversaciones. La agresividad se confunde con firmeza (aunque suele encubrir cierta carencia argumental) y la moderación con debilidad. El insulto se asimila al coraje y la escucha a la pasividad.
Los discursos altisonantes y agresivos tienden a forzar una radicalización del debate. Los extremos se alimentan recíprocamente, y acorralan a aquellos actores que proponen explorar los matices y la complejidad de las cosas. La argumentación aburre; los eslóganes entusiasman. Obsesionados por el rédito de corto plazo, y por evitar cualquier riesgo, muchos líderes y dirigentes (más allá, incluso, de la política) apelan a la sobreactuación demagógica, para apresurarse a mostrar que están del lado “de la gente”.
Todo conduce a lo que el escritor Javier Cercas acaba de definir, en una entrevista con La Nación, como uno de los grandes peligros que enfrentan las democracias: “la sentimentalización de la política”. Es un territorio donde impera la emocionalidad y agonizan los argumentos; donde se exacerban las pasiones y se nubla la racionalidad.
Si se miran con atención ciertos discursos políticos, pero también algunos fenómenos comunicacionales, así como las tendencias dominantes en las redes sociales, se observará el avance de figuras que explotan el malhumor colectivo. Echar leña al fuego de la impaciencia y el enojo social se ha convertido en una estrategia redituable. Todo se reduce a términos absolutos: blanco o negro; buenos o malos. La “sentimentalización de la política” se basa en otro peligro sobre el cual también alertan intelectuales como Cercas: las simplificaciones. Los populismos, sean de un signo o de otro, siempre proponen atajos. Así como los argumentos aburren, los caminos (sobre todo si son largos) desalientan. La demagogia se basa en las soluciones mágicas.
La Argentina parece empeñada en abonar el enojo ciudadano y en crear un caldo de cultivo para cualquier experimento o aventura. La política se mira cada vez más a sí misma; el poder no disimula en su afán por conseguir impunidad ni en defender lo indefendible. La opacidad justifica la desconfianza ciudadana. Esa endogamia dirigencial lleva a que el diálogo sea sospechado de componenda y toda negociación se mire con recelo. Mucha transacción inescrupulosa se ha disfrazado de consenso. El cinismo ha dañado a la política y ha alimentado la hoguera del enojo social. Creer que todo es lo mismo es caer, sin embargo, en una trampa peligrosa. La simplificación de “el pueblo contra la casta”, afirmada en la idea de que “todos son iguales”, puede meter al país en un nuevo e intrincado laberinto.
Desde el poder se han alentado los resentimientos y se ha intoxicado el debate con simplificaciones de todo tipo. El relato oficialista se ha nutrido de “enemigos”, eslóganes y distorsiones. Indultarse a sí mismo y estigmatizar al adversario ha sido una estrategia aplicada sin escrúpulos ni principios. Se ha practicado, con alevosía, “la prostitución de las palabras” (para citar otra vez a Javier Cercas): el que informa, “miente”; el que critica, “desestabiliza”; el que disiente, “es antipueblo”; el que confronta, “es dictadura” y la Justicia es “lawfare”. La verdad no importa; mucho menos los datos: “mataron a Maldonado”; “gobernaron para los ricos”; “se la fugaron toda”. Mientras tanto, se administra el Estado con sentido de apropiación. Hoy aparecen, desde otros márgenes del sistema político, nuevos liderazgos decididos a disputar el “negocio” de la bronca. El que intente diferenciar o explorar matices será condenado por ingenuo, tibio o pusilánime. O correrá el riesgo de que se lo acuse de ser parte de lo mismo.
Si los extremos se miraran en el espejo, descubrirían entre ellos más similitudes que diferencias. Juegan en los límites del sistema, y se valen de estrategias muy parecidas. Proponen una embestida “al bulto”; una suerte de revanchismo difuso contra “los culpables” de la frustración.
Hoy muchos se sienten representados por el puñetazo sobre la mesa, el insulto y la bofetada “contra la casta”. ¿A dónde conduce la explosión de ira? La pregunta tal vez encierre el complejo desafío que enfrenta la dirigencia argentina. El enojo puede ser un combustible, siempre y cuando no nos nuble la razón. El desahogo puede ser liberador, siempre que no rompa el sistema. ¿Cedemos a la tentación del atajo o emprendemos un camino? Ahí está aquel célebre personaje del “ingeniero Bombita”, interpretado por Darín: un día explotó. No le faltaban razones, pero se arruinó la vida.