La era del contrarrelato
“Me gustaría que haya sinceridad en la dupla Bullrich - Milei a la hora de plantear ajuste con represión”, disparó Sergio Massa. Del otro lado de la red, la exministra de Defensa devolvió: “Alarga la mecha para agrandar la bomba económica”. “Juntos por el Cambio es una alianza condenada al fracaso”, le espetó Javier Milei a esta última.
Más que una campaña electoral, la Argentina atraviesa una campaña de cancelación política. La competencia consiste en destruir el capital intangible ajeno, en quién logra enlazar la bronca social con el rostro del adversario. De eso se trata. Es la mutación del proselitismo en negativismo.
A pesar del autoflagelo criollo -insistimos en ser portadores de una “singularidad genética y cultural” que explica todas nuestras fallas sistémicas-, el país es solo un caso más en las democracias occidentales. España acaba de salir de un proceso electoral y la atmósfera fue similar. “Derogar el sanchismo” fue la propuesta estelar del candidato del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. El estribillo del presidente Pedro Sánchez no se quedó atrás: “Podemos demostrar al mundo que somos capaces de parar el avance de la ultraderecha”. Una tendencia que, hace meses, vimos en Francia, Italia, Brasil, Israel y Colombia, y ya tiñe la precampaña estadounidense.
Los sistemas abiertos se están cerrando en dicotomías filosas. El populismo -tanto de derecha como de izquierda- ha contaminado la conversación pública, imponiendo su marco divisorio del “nosotros o ustedes”. Polarización afectiva, como método y destino. A tal punto llega esta lógica beligerante, que cuesta distinguir quién es oficialismo y quién es oposición. Nadie asume la responsabilidad de la gestión. Abunda el antagonismo abstracto, faltan soluciones tangibles.
La psicología y la comunicación arriman algunas hipótesis para comprender la capilaridad social de estos contrarrelatos que construyen identidad por oposición (“somos lo que rechazamos”). Para empezar, los seres humanos interpretamos fácilmente los mensajes binarios: la gente vs. la casta, libertad vs. comunismo, pueblo vs. oligarquía. Es una forma de evitar el pensamiento complejo, entender la realidad y tomar decisiones con un esfuerzo cognitivo mínimo. En criollo: un atajo del cerebro para no “laburar” tanto.
Y no solo eso. Las personas almacenamos mejor los discursos negativos. Estos son más pegadizos que los afirmativos. ¿Por qué? Por una sencilla razón: privilegiamos la información amenazante, aquella que nos sirve para afrontar experiencias traumáticas. Tratamos de inmunizarnos. Desde la infancia tenemos este sesgo que nos permite contar con un plan ante el dolor.
Además, hay que tener en cuenta el paradigma comunicacional actual. Los algoritmos de las redes sociales premian la personalización, el conflicto y la emotividad: tres elementos que facilitan la propagación de los contrarrelatos. En otras palabras, la mecánica digital es similar al artefacto discursivo del populismo. Ahí reside uno de los motivos del revival autoritario que vive Occidente.
Como si fuese poco, en un estudio reciente, la investigadora de la Universidad de Nueva York, Claire Robertson, junto a otros investigadores, demostró que las palabras negativas en los titulares online aumentan las tasas de consumo. El artículo llamado “Negativity drives online news consumption” comprobó que cada término negativo adicional en el encabezado incrementa la tasa de clics en un 2.3%. En cambio, a pesar de ser más frecuentes, los vocablos positivos disminuyen el clickeo. Otro aliciente para los militantes del contrarrelato.
Cualquier relato político necesita un horizonte programático. Saber qué se va a hacer y cómo se administrarán los recursos disponibles. Es la fase racional de una narrativa. Sin ella, no hay contacto con la realidad ni rumbo; ingresamos en la brumosa tierra de la ficción, donde gobiernan la improvisación, las paradojas y la confusión.
Y, vale aclararlo, el desorden tiene simpatías. Siempre favorece a los actores antisistema, aquellos que desean dinamitar el statu-quo. Nada mejor para un outsider que un ecosistema político en descomposición. Para este tipo de fuerzas, como dice Petyr Baelish en Game of thrones: “El caos no es un foso, es una escalera”. Por el contrario, en la escuela realista, esto se denomina inestabilidad institucional, una de las principales causas de erosión y desprestigio de la democracia.
Obtener el poder no es lo mismo que ejercerlo. Son dos artes diferentes. En el primer caso valen la astucia, el cálculo y el olfato; en el segundo, también, aunque además se necesitan visión, coraje, reflejos y creatividad. Alcanzar el bastón del mariscal no es lo mismo que manipularlo con un fin social. La época lo demuestra: abundan los candidatos in aeternum, escasean los gobernantes. Por ahora, el conflicto permanente esconde esta carencia contemporánea. Confrontación no siempre es sinónimo de fortaleza.
Director del Máster Oficial en Comunicación Política y Empresarial de la Universidad Camilo José Cela y compilador del libro En la nave de la ciberdemocracia: mediatización, sesgos y polarización en la era digital