La era de los liderazgos “líquidos”
Liderar ya no se identifica con una aparente fortaleza y un estilo avasallante, sino con una dimensión humana que no solo acepta, sino que además exhibe sus costados más vulnerables
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En una cursada universitaria de Ciencias Políticas rebobinan la escena una y otra vez: analizan el tramo del último debate presidencial, en el que Sergio Massa intenta acorralar a Javier Milei por un tropiezo de juventud. Massa sabía que el Banco Central no le había renovado una pasantía a Milei por supuesta disconformidad con su actitud o su rendimiento. “Contale a la gente por qué no te la renovaron, contale…”, lo acosaba el candidato kirchnerista, convencido de que le daba una estocada certera. “Todos tenemos fracasos, ¿o acaso vos no los tuviste?”, le contestó el libertario tras alguna vacilación. Una semana después le ganaría el balotaje por una enorme diferencia.
Entre estudiantes y docentes, la conclusión es unánime: Milei ganó al aceptar su vulnerabilidad y reconocer un fracaso, de esos que “hemos tenido todos”. A Massa la estrategia le funcionó como un búmeran: intentaba presentarse como un líder preparado y arrollador, pero tal vez se le haya notado el cinismo profesional. Gran parte de la sociedad se identificó con el que aceptaba su fragilidad; empatizó con aquel que en algún momento fue rechazado y logró recuperarse.
¿Por qué hoy se estudia esa escena en algunos claustros universitarios? Porque más allá de lo anecdótico, nos habla de los nuevos liderazgos, que ya no se identifican con una aparente fortaleza y un estilo avasallante, sino con una dimensión humana que no solo acepta, sino que además exhibe sus costados más vulnerables.
Para entender estos nuevos modelos es imprescindible mirar el contexto. Son emergentes de sociedades atravesadas por la incertidumbre y la frustración, donde la fragilidad y la ausencia de certezas han pasado a ser características estructurales. Una sociedad líquida, según la definición de Zygmunt Bauman, no podría generar otra cosa que no sea “liderazgos líquidos”, muchos surgidos de manera súbita y sorpresiva, sin ninguna articulación con los modelos clásicos de conducción e influencia.
Son, además, representativos de una sociedad en la que hay cada vez una mayor conciencia de la fragilidad emocional y de la vulnerabilidad personal. La pandemia marcó un hito en esa percepción, tanto individual como colectiva, pero también las redes sociales, la incertidumbre sobre el futuro y el resquebrajamiento de modelos tradicionales. Vivimos en sociedades más fragmentadas, más horizontales y atravesadas por una vorágine acelerada de cambios. El ritmo de la transformación tecnológica provoca, por caso, un envejecimiento prematuro de los liderazgos. En la industria del conocimiento, los altos gerentes se retiran antes de los 55 años porque quedan rezagados en la carrera de la innovación. En ese contexto cambiante y a la vez complejo, la aceptación de la vulnerabilidad parece exaltarse como un valor, incluso como un acto de honestidad y fortaleza.
Hay que mirar, también, qué pasa fuera de la política, que suele sorprenderse y llegar tarde a algunas transformaciones sociales. Entre los adolescentes, por ejemplo, el gran suceso musical del año es el nuevo disco de la cantante pop Tini Stoessel. Casi todos los temas hacen referencia a momentos de angustia, ansiedad y depresión personal; son una suerte de alegato sobre el dolor y “la oscuridad” de procesos psicológicos que, evidentemente, tocan una fibra muy sensible entre los jóvenes de clase media. Es sintomático que Tini haya elegido como prólogo de la presentación de su último show una conversación íntima con el psicoanalista Gabriel Rolón; una especie de “terapia a cielo abierto” que bate récords de audiencia.
Si hubiera que pensar cuál fue la canción del año en el que Milei ganó las elecciones, sería inevitable remitirse a la que lanzó Shakira, un desahogo emocional surgido del duelo por un divorcio. Las grandes estrellas antes resguardaban su intimidad y escondían sus emociones; hoy las ventilan y las exhiben como un proceso de “empoderamiento” y “sanación”, para usar el diccionario de moda.
Las redes han desdibujado las fronteras de la intimidad. Todo se hace público: la vida se “instagramea” y contribuye a una suerte de familiaridad colectiva, que en realidad es ficticia, pero que simula una cercanía y una humanización de los vínculos que, inexorablemente, se reflejan en ámbitos tan diversos, pero tan emparentados, como los del espectáculo, el deporte y la política.
Tal vez haya, en los nuevos liderazgos, una secreta reivindicación de aquella tradición porteña que se expresaba en el tango: un tono sentimental, que por momentos podría sonar sensiblero, en el que la vulnerabilidad convivía con el paternalismo y el machismo, y en el que el despecho bordeaba la cuerda de la prepotencia. Ahora se le agregan características que, desde la simplificación y el prejuicio, solían asociarse con el mundo femenino y que se pusieron de moda con la valoración de la “inteligencia emocional”: una jerga moderna para una melodía vieja.
Como todos los fenómenos complejos, pueden ser vistos desde diferentes perspectivas. ¿Los liderazgos más humanos y vulnerables se conectan de una manera más profunda con las demandas de la sociedad? ¿Se puede ejercer un rol de liderazgo sin una buena dosis de firmeza y sin la construcción de una capa de fortaleza? Y otras preguntas más incómodas: ¿hay una genuina humanización de los liderazgos o en muchos casos se trata de una fachada, por no hablar de una impostura? ¿Es bueno que el líder encarne los mismos sentimientos y frustraciones de buena parte de la sociedad? ¿O sería más sano que se ubique por encima o por delante de los miedos, los enojos y las impotencias del ciudadano promedio?
El libro que acaba de publicar Marcos Peña, exjefe de Gabinete de Mauricio Macri, propone una aguda reflexión sobre algunos de estos temas. Es, en esencia, una reivindicación de la humanización de los liderazgos a partir de su experiencia personal. Se llama El arte de subir y bajar la montaña y plantea dilemas y desafíos que implican las posiciones de influencia y de poder, incluso más allá de la política. El libro tiene una virtud fundamental: instala un debate sobre los nuevos modelos de liderazgo en un mundo dominado por las redes y los teléfonos inteligentes, e invita a una conversación sobre aspectos que muchas veces se minimizan, pero que tienen una inmensa gravitación en el ejercicio del poder.
Está claro que los liderazgos tradicionales han quedado fuera de época. Se los identifica con un modelo verticalista, rígido y autoritario que no encaja en una sociedad más flexible y horizontal. Muchos “líderes profesionales”, además, han quedado asociados con el fracaso y con una cultura de poca transparencia y de mucha hipocresía. Puede ser injusta, como todas las generalizaciones, pero así de bruscos suelen ser los cambios culturales y del humor social. Tal vez sea indispensable una distinción: muchos políticos profesionales dinamitaron el prestigio de la política, pero identificar a la política con esos liderazgos equivaldría a identificar a la medicina con Lotocki o a las finanzas con Cositorto.
La Argentina optó, después de aquel debate que ahora se estudia en los laboratorios académicos, por un tipo de liderazgo gubernamental que rompe el molde de lo conocido. Eligió a un presidente sin trayectoria política, sin estructura propia, con rasgos exacerbados de heterodoxia y excentricidad. Eligió a un líder emocional, al que hemos visto llorar en el Muro de los Lamentos, al que oímos muchas veces hablar “sin filtro” y al que un amplio sector de la sociedad percibe como una suerte de gladiador solitario en lucha contra “los demonios”. ¿Encarna un liderazgo innovador y virtuoso? Es una pregunta que enciende acalorados debates en la Argentina de estos días, y cualquier respuesta categórica podría pecar de apresurada.
Está claro, sin embargo, que la sociedad está en la búsqueda de nuevos referentes en una época en la que las emociones, los enojos y la incertidumbre dominan la escena pública. La fórmula, como siempre, debe estar en el equilibrio. Tal vez podamos imaginar un punto medio entre aquellos líderes inaccesibles, a los que nada se les podía discutir, y los predicadores “a corazón abierto”, que vibran al ritmo de sus propias angustias y ansiedades. Tal vez haya un modelo que combine “humanización” con templanza; “autenticidad” con prudencia y emoción con frialdad. El profesionalismo asociado al liderazgo es un valor a rescatar, no a combatir.
Los modelos de líderes nunca son únicos ni perfectos, pero cada época construye los suyos. Hablar sobre el tema, como propone Marcos Peña, puede ser un punto de partida para un tiempo de búsqueda y de confusión.