La era de las autocracias
La irrupción de Jair Bolsonaro le da nuevo impulso a un vendaval de alcance global que marca el fuerte descrédito político, económico, social y cultural del establishment democrático
Ya no se trata de fenómenos aislados, sino de una tendencia bastante generalizada que, al margen de la natural alarma y hasta del escozor que podamos experimentar, debe llevarnos a una introspección autocrítica, en particular a quienes seguimos firmes en la convicción de que la democracia y el mercado constituyen los mejores mecanismos para construir y distribuir riqueza y poder. En efecto, se multiplican los casos en las más variadas geografías que apuntan a una profunda crisis de la fórmula política y económica desarrollada en Occidente desde la posguerra. ¿Estamos acaso en el inicio de una era dominada por autócratas?
Es cierto que la democracia liberal, considerando su pluralidad de formatos y matices, llevaba décadas experimentando un evidente desgaste: crisis de representación, debilidad o fragmentación de los sistemas de partidos, falta de oportunidades económicas para muchos jóvenes y minorías, dilemas de índoles fiscal y regulatoria, incapacidad de los aparatos estatales para responder a las crecientes demandas de la ciudadanía, sobre todo en materia de seguridad. A partir de la victoria de Trump, del Brexit y de la irrupción de liderazgos cuasi autoritarios en Hungría, Polonia, Filipinas, Turquía e Italia, la velocidad de esa erosión se hizo más evidente y sus consecuencias se tornaron irreversibles. En este marco, la irrupción de Jair Bolsonaro en Brasil le da un nuevo impulso a este vendaval de alcance global: el fuerte descrédito político, económico, social y cultural de los establishments, con raíces muy variadas y que tiende a potenciarse (corrupción, desigualdad, ineficiencia, miedo a la globalización), impactó de forma categórica en los desempeños electorales de los partidos moderados que representaron sus intereses en las últimas décadas. Como ocurrió hace 90 años, luego y como desenlace de la Primera Guerra Mundial, es posible que estemos entrando en una etapa de reversión de la democracia liberal.
Esto no implica que vaya a perecer. Hemos visto olas de democratización que abarcaron incluso un número récord de países emergentes. Pero las agujas del reloj parecen girar ahora en dirección contraria. Aquella expansión democratizadora siempre tuvo límites y contradicciones; detrás de esa fachada de institucionalización de baja intensidad se mantuvieron y hasta se profundizaron modelos no democráticos, opuestos al gobierno de la ley: mafias, clientelismo, patrimonialismo, mecanismos venales de financiamiento de la política con la complicidad de parte del sector privado, discrecionalidad en la asignación de subsidios y otras rentas, nepotismo y uso del aparato del Estado para fines partidarios o proyectos personales de poder. La resiliencia de estos enclaves autoritarios explica tanto la falta de eficiencia para responder a los problemas más urgentes de la ciudadanía como el hartazgo que buena parte de estas sociedades terminaron experimentando con sus respectivas clases dirigentes.
Observando otras olas históricas de avance autoritario, aparecen algunos indicios para no ser tan pesimistas. Una interesante cantidad de países mantuvieron su institucionalidad democrática a pesar de que todos sus vecinos sucumbían ante regímenes dictatoriales. Ese fue el caso, por ejemplo, de Costa Rica y Venezuela en América Latina durante las décadas de 1960 y 1970. Incluso en territorios que vivían bajo regímenes autoritarios, la cultura democrática nunca llegó a doblegarse por completo. Esta situación no puede atribuirse únicamente a la resistencia de actores políticos, a la arriesgada labor de intelectuales y artistas que mantuvieron viva la llama de la libertad ni a nuevos movimientos sociales que canalizaron intereses y demandas insatisfechas o reaccionaron a los mecanismos represivos, como ocurrió con los organismos de derechos humanos. Algunas anécdotas sugieren que había, al menos en casos específicos, una cultura participativa inercial que, lejos de anularse, sobrevivió durante las experiencias autoritarias.
Sería injusto, además de equivocado, argumentar que todos los fenómenos de nuevos liderazgos que nos vienen conmocionando en los últimos tiempos son similares. Tienen un común denominador, por supuesto: su rechazo al orden establecido y su espíritu transformacional. Así como las corrientes de izquierda sacudieron desde mediados del siglo XIX los sistemas políticos de distintos países europeos o como la revolución conservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher impregnó ideas y prácticas políticas en múltiples latitudes a partir de los 80, hoy somos testigos y de cierta manera protagonistas involuntarios de esta realidad preocupante y sorprendente.
Cada uno de estos líderes posee atributos específicos. Algunos se encolumnan detrás de posiciones económicas ortodoxas, como Trump y, aparentemente, Bolsonaro (lo que explica el beneplácito con que Sebastián Piñera recibió su victoria el domingo pasado: las desventuras y malos resultados de su amigo Mauricio Macri amenazan con debilitar el movimiento antiestatista que parecía emerger en la región). Otros se sienten más cómodos con políticas intervencionistas (Erdogan). Todos rechazan "el globalismo" más que "la globalización"; es decir, no necesariamente el libre comercio: los defensores del Brexit quieren un esquema de intercambio idealmente "más justo", pero reniegan del proteccionismo. Trump castiga a China con aranceles, pero la azuza con eliminar todas las trabas comerciales y debatir, de paso, la cuestión de la propiedad intelectual. Las posturas respecto de las instituciones y los derechos de las minorías también son muy variadas.
¿Qué ocurre en la Argentina? ¿Podríamos vernos sacudidos con la aparición de un Bolsonaro vernáculo? La realidad es que nuestro país ya tuvo una cuota suficiente, si no excesiva, de autocracia. Y no solo por nuestras traumáticas dictaduras: algunas de nuestras provincias norteñas, como Formosa y Santiago del Estero, nunca conocieron otra cosa. Con su tercermundismo e inflación, los Kirchner se encargaron de revivir lo peor del pasado. Su irregular llegada al poder se dio en el contexto de la peor crisis de gobernabilidad de nuestra historia contemporánea: el kirchnerismo es hijo del "que se vayan todos" y sobrino del "voto bronca". Su aparición degradó aún más nuestro ya endeble sistema democrático. Pero su legado más relevante nos puede ayudar a no caer otra vez en el precipicio autocrático. Sin quererlo, la experiencia kirchnerista nos dejó vacunados, como para que no nos vuelva a ocurrir lo mismo. Esto explica por qué a pesar de sus furiosas internas y de las chambonadas cotidianas, Cambiemos es una fuerza todavía competitiva de cara a las elecciones de 2019.
Más aún, a pesar de las frustraciones acumuladas, la democracia sigue siendo el único juego político posible en nuestro país. Los potenciales candidatos llamados a conmover la lógica del establishment local, como Facundo Manes, Marcelo Tinelli o el propio Rodolfo D'Onofrio, no reniegan de la política, sino que buscan mejorarla creando puentes y superando la infructuosa grieta con propuestas de carácter reformista.
Puede ser, entonces, que nuestra reciente sobredosis de liderazgo no democrático nos proteja, por el momento, de sumirnos en otra experiencia traumática. De todas formas, tengamos en mente que, a diferencia de algunas otras vacunas, no podemos garantizar que esta nos haya dejado inmunizados para siempre.