La epopeya de San Martín, como inspiración
Padre de la Patria: además de excepcional guerrero y estratega militar fue una persona de una extraordinaria determinación, noble, humilde y un hombre de bien
- 7 minutos de lectura'
José de San Martín nació en 1778 en Yapeyú (Corrientes), en el seno de una familia española. Su padre era gobernador del departamento de Yapeyú, un funcionario de segundo rango del virreinato. A sus 6 años la familia regresa a España y a los 12 se enrola como cadete en el Regimiento de Infantería de Murcia. Inicia una larga carrera en los ejércitos reales que dura 22 años, y logra una vastísima y completa formación en las artes de la guerra participando en cerca de 30 batallas –del norte de África a Portugal– y combatiendo a varios enemigos de España, fundamentalmente a los ejércitos napoleónicos.
Habiendo logrado a los 34 años el cargo de teniente coronel, es muy probable que haya intuido que su carrera militar había llegado a su techo, al percibir que las jefaturas de los ejércitos estaban reservadas a los tantos nobles e influyentes que sobraban en la península –mas allá de sus capacidades– y ante quienes se debería subordinar. Muy consciente de sus talentos militares, debe de haber vislumbrado que en América había una oportunidad para alguien con sus competencias, al carecer allí de especialistas en esas disciplinas, habida cuenta de que España tuvo la astuta precaución de no abrir academias militares en el continente (salvo una en Caracas, pero para formar sub-oficiales). Fue en estas instancias decisivo su enrolamiento en la masonería que le otorgó los salvoconductos y la logística que lo depositaría en el Río de la Plata a cumplir una misión funcional a sus aspiraciones y a los intereses de la Gran Bretaña.
Con tan rico currículo militar, apenas llega en 1812 a Buenos Aires las autoridades le encargan la formación de un regimiento, el de Granaderos a Caballo, y logra así el ambicionado cargo de jefe que en España veía lejano. Afianzó la confianza de sus patrocinadores al desposar a una porteña de 14 años por la que nunca demostró demasiada afección. Su percepción respecto a la necesidad de profesionales militares se reconfirmó a finales de 1813 cuando debió reemplazar a Manuel Belgrano al frente del Ejército del Norte luego de las derrotas sufridas en Vilcapugio y Ayohuma por este ilustre jurista y patriota. A partir de esa experiencia, San Martín cambia radicalmente la estrategia para enfrentar a los españoles, desistiendo de hacerlo por el norte y a través de Bolivia al optar por la temeraria iniciativa de cruzar la cordillera y combatirlos en Chile y Perú.
Está de más aclarar que San Martín fue para España un gran traidor. Años más tarde, en 1819, se ganó también ese calificativo de los sectores dirigentes de Buenos Aires que lo habían aupado y financiado al frente de sus ejércitos, cuando desconoce la orden del Directorio que lo conminaba a retornar de Mendoza con sus tropas para sofocar la insurgencia de los caudillos del litoral Pancho Ramírez y Estanislao López. Desde la perspectiva de San Martín era entendible su actitud: estaba preparándose para una trascendental misión y su ejército contaba con componentes chilenos. Su negativa hace posible que los caudillos federales derroten en Cepeda a las tropas de Buenos Aires, dejando a la ciudad transitoriamente sin la preeminencia sobre las provincias que venía ejerciendo desde tiempos del virreinato.
Respecto a su gesta militar, por tan conocida no hacen falta mayores comentarios. Más allá de lo que pueda dilucidarse del enigmático encuentro de Guayaquiel entre San Martín y Bolivar, el hecho relevante es que estos dos militares tumbaron el imperio español en América del Sur, que aunque debilitado, contaba con un ejército de más de 30.000 hombres. Una verdadera hazaña, considerando los limitados recursos de los criollos, Bolivar arrancando desde Caracas y San Martín desde el marginal territorio del Río de la Plata. Esa gesta auspició el nacimiento de las naciones de América del Sur –excepto Brasil, ligada a Portugal– que a partir de ese acontecimiento pudieron consolidar sus independencias.
Habiendo cumplido esa magna tarea, San Martín decide retirarse, probablemente exhausto por el esfuerzo, viudo y con su salud resentida. A pesar de los servicios prestados a Chile, no encuentra allí un ámbito favorable, dadas sus discrepancias con el sector de los influyentes hermanos Carrera, rivales de su aliado O’Higgins. Tampoco en Mendoza, dado el vínculo de ésta con Buenos Aires, adonde no gozaba de buena reputación. Regresa entonces a Europa en 1824 luego de 12 años en América. En ese relativamente breve período se inscriben sus proezas en este continente.
En Europa deambula no sin dificultades ni estrecheces. No puede volver a España por razones obvias, tampoco inicialmente a Francia, por haber enfrentado a los ejércitos napoleónicos. A fines de 1828 (a los 4 años de estar en Europa) decide volver al Río de la Plata. Al arribo, encuentra un clima de inestabilidad y violencia interior inesperado, se entera de la destitución y el fusilamiento del gobernador Dorrego a manos de Lavalle, ambos exsubordinados suyos. Considera su desembarco en Buenos Aires un acto arriesgado por lo que permanece 3 meses en Montevideo y decide finalmente retornar a Europa, y logra, ahora sí, instalarse en Francia.
Allí se encuentra con Alejandro de Aguado, un personaje de extraordinaria influencia en la Francia de esa época, lo que implicaría el fin de sus angustias económicas. Aguado era español, de una prominente familia sevillana, seis años menor que San Martín, que al igual que él, hizo su carrera militar en los ejércitos españoles en la misma época, aunque no hay constancia que se hayan conocido entonces. En 1808, en medio de las guerras napoleónicas, Aguado se cambia de bando y se pasa a los ejércitos franceses (otro traidor para España). Dotado de una especial habilidad para el comercio y los negocios, abandona al poco tiempo el ejército para convertirse en proveedor principal de las fuerzas armadas francesas. Amasa una gran fortuna, deviene banquero y gran operador de la Bolsa de París. Desde esa posición gestiona y administra empréstitos para España por lo que se reconcilia con su país natal, al punto de que Fernando VII lo hace marqués. Fue además un gran mecenas, y se ocupó de que los años finales de San Martín distaran de las limitaciones de su primera estancia en Europa.
Aguado fue en su época un personaje excepcional, compró y vendió empresas y grandes propiedades hasta convertirse en la mayor fortuna de Francia. Sin embargo, resulta hoy una figura irrelevante para la historia, al grado de que su recuerdo se limita a un puente sobre el río Sena en las afueras de París que lleva su nombre y construyó con su pecunio, a la calle Alejandro de Aguado en el barrio de Palermo Chico de Buenos Aires y al monumento erigido allí en su honor en cuanto protector de San Martín.
Mitre reinvindicó la figura de San Martín con su monumental biografía de 1887 y el General, otrora resistido en Buenos Aires (se referían a él con el mote de “el indio”, por aquella supuesta traición y en alusión a su tez morena) pasó a ser consagrado como un héroe indiscutido. Necesitado el país de una figura patriarcal que unificara los sentimientos de los argentinos se lo encumbró al rango de Padre de la Patria. Se lo merece, porque San Martín, amén de excepcional guerrero y estratega militar, fue una persona de una extraordinaria determinación. Debió tener una capacidad de convicción fuera de lo común para lograr apoyo a su osado proyecto. Cumplió una gran función para América del Sur, tarea que se vió engrandecida con el transcurso del tiempo. Y fue también una persona noble, humilde, un hombre de bien. Al mirar su vida en perspectiva, es como si una fuerza superior lo hubiera guiado a cumplir esa misión. San Martín no era alguien del montón, fue “un grande”, y por eso tres naciones –la Argentina, Chile y Perú– lo veneran como héroe.