La energía que la Argentina ha liberado
Más que una reacción contra el kirchnerismo o el intento de una restauración neoliberal, el macrismo es el intérprete de una voluntad de transformación profunda, la resultante de un hartazgo cultural y moral de la Argentina consigo misma
Un alud de esperanza ha caído de manera imprevista sobre la mayoría de la sociedad argentina. La alegría que se vive hoy proviene de una peripecia, de la súbita posibilidad de reversión de nuestro destino. Porque, ¿cómo podíamos esperar que se revirtiera el círculo vicioso entre el populismo y su usufructo por parte de una generación política que cultivó la pobreza y la utilizó como un medio para conseguir sus propios fines? Tan sellado estaba este círculo que sólo podíamos imaginar la vida allí adentro. Con variaciones superficiales, un pueblo acostumbrado a la recurrencia de su fracaso había acotado el campo de lo posible a las experiencias de lo ya vivido. Con formatos aparentemente diferentes la Argentina se había resignado al eterno retorno de lo mismo. Y bajo esta idea estuvimos a punto de tirar la toalla.
Una Argentina tan predestinada había perdido el sentido mismo de los acontecimientos. A pesar de la tonelada de cosas que ocurrían, en el fondo, nada ya ocurría. Pero ahora la Argentina se dio, de golpe, la oportunidad de profanar su propia desdicha. Aquello que nunca nos animamos a desalojar del camino, como si fuera una vaca sagrada. Por eso la alegría de lo ocurrido trasciende, y es a la vez independiente del color de una política concreta, que no sabemos aún cuán exitosa será. El júbilo primario se siente, antes que nada, por la experiencia de haber comprobado que el campo de lo posible era ensanchable. Hemos ganado terreno a ese Riachuelo estancado en que se convirtió por décadas nuestra historia. De qué manera se colonizará esta extensión no lo sabemos. Pero una inmensa libertad se respira en esa sola expansión.
Ahora bien, ¿de qué es emergente el presidente electo Mauricio Macri? ¿Qué es lo que representa? Ésta es la pregunta que nos desvela y que definirá la sustentabilidad de lo que vaya a ocurrir en los próximos años. La pregunta tiene que ver con la profundidad de la napa por la que pasa el deseo de cambio. Y la respuesta se dará sobre la marcha, pero lo primero que habría que descartar es la hipótesis que abona el kirchnerismo más sectario: que pueda tratarse de una tardía expresión del neoliberalismo de los noventa, del eco de una derecha insensible con la pobreza, que viene además a usurpar los negocios con lo público que ellos se ven obligados a dejar atrás.
En este prejuicio hay una cosa evidente. Mucho más que un temor, hay un deseo profundo de que Macri termine siendo lo que esperan que sea. Sería la fórmula que amarían ver verificada lo antes posible, por lo que tendría de autoconfirmatorio, por la afirmación de su identidad en el espejo, por la veloz y tranquilizadora comprobación de la dicotomía a la que redujeron la Argentina. Ese deseo los encontraría con los slogans ya redactados, aquellos que expresó sin convicción alguna Scioli, y no deberían esforzarse por pensar un fenómeno nuevo. Pero esta ansiedad confirmatoria, que precede incluso a la asunción del poder, tiene otro costado oculto. Es probable que esta necesidad de que Macri sea lo que desean que sea provenga de intuir, con cierto espanto, la posibilidad de que tome en serio muchas de sus banderas, como la pobreza cero, pero sin hipocresía y con posibilidad de realización.
Más allá de las versiones radicalizadas, son muchos los que no votaron un cambio por un genuino temor. Tal como temían que liberara a los represores de los setenta, sin advertir la posibilidad cero de esa hipótesis, temían que arrasara con la ciencia y la tecnología. Ante la contundente negativa de influir en lo primero y con la designación de Lino Barañao como ministro, algunos no pueden menos que estar confundidos. Es que no puede proyectarse hacia el comportamiento ajeno lo que no se ha visto hacer nunca en el propio, donde lo normal es que se designe a la mujer de Máximo como ministra de Salud de una provincia. Porque así como no se respetó la Justicia, son contados con los dedos los funcionarios K que fueron convocados por una capacidad independiente de su ideología.
No hay monstruo que aceche, ni habrá monstruo liberado en Macri, como temen algunos intelectuales del kirchnerismo. Por el contrario, estamos saliendo de una concepción monstruosa del poder, en la que la intención, dicha con todas la letras, o con toda la mímica, fue ir por todo y devorar en el camino a lo que se opusiera. No deja de venir a la mente, en este punto, una línea de Paul Valéry: "El complemento necesario de un monstruo es un cerebro de niño". El estilo caprichoso e iracundo, el egocentrismo y la sinrazón, la apropiación de lo que no es propio, la voluntad de daño deliberado y, en suma, el infradesarrollo moral se parecen con precisión al régimen que estamos dejando atrás, más que al que viene. En cualquier caso, coincidimos en que la Argentina dispone de una energía que está por ser liberada.
Descartado lo anterior, en cuanto a lo que representa el ascenso de Macri, quedan dos hipótesis posibles. La primera es que se trate del emergente de la reacción ante un extremo, de un triunfo puntual de Eros contra Tánatos, del instinto de vida que primó sobre el de muerte, cuando la provincia de Buenos Aires se vio conminada a elegir entre dos opciones, una de las cuales era suicida. En efecto, la versión rampante del narcotráfico que se expandió a toda velocidad en estos años, sin la menor resistencia gubernamental, ha provocado esa reacción. Pero esta razón para el cambio es frágil para el futuro de la Argentina, porque desaparecidas las circunstancias extremas, las condiciones de reinstalación de lo anterior podrían volver. Si el mal ejercido hubiera tenido la astucia de ser mediocre, nunca habría podido ser advertido o erradicado. Pero el kirchnerismo perdió la noción de las proporciones y llegó hasta la zona en que las cosas se invierten. Muy pocos vieron venir la rebelión de la provincia de Buenos Aires, pero el carácter profundo de ella no está claro aún.
La segunda hipótesis, más optimista, es que Macri es la punta del iceberg de un cambio epocal, el intérprete de una voluntad de transformación profunda, la resultante de un hartazgo cultural y moral de la Argentina consigo misma. Hartazgo de vivir sin ley y sin reglas, de demoler el largo plazo a golpes de corto plazo, del orgullo por su singularidad incomprensible, de la brecha entre lo que es y lo que puede ser. Si esto fuera así, Macri estaría liderando un acontecimiento subterráneo y las chances de una transformación de la Argentina serían mucho mayores. Para acompañar esto, y más allá del balance entre lo técnico y lo político, en la Argentina hay valores que necesitan preexistir a las ideas, y que deben ser el invernadero en el que se generan. Venimos de la experiencia inversa, de una ideología sin valores, que hizo del fin la justificación de cualquier medio.
En lo inmediato, el desafío que tendrá, no sólo el presidente electo, sino el sector de la sociedad que lo ha elegido, es descender con paciencia el largo peldaño que existe entre la expectativa y la realización. Y distribuir el combustible de la ilusión en el tiempo, para que no sea enteramente consumido en el corto plazo. El barómetro emocional de la Argentina está acostumbrado a variaciones sin previo aviso. Por eso, junto con el frenesí inicial de medidas, sería bueno que el presidente detalle la Argentina que espera dejar después de su mandato y qué tiempos puede llevar conseguir cada cosa. Porque uno de nuestros enemigos es la impaciencia para sostener las propias elecciones. La Argentina no palpa aún enteramente la vigilia: hemos pasado de una pesadilla al sueño de un cambio. Estuvimos a milímetros de que esta posibilidad no se diera. Por eso todavía no podemos pensar que la moneda ha caído de un lado. La moneda está recién comenzando a ascender en el aire. Sin embargo, es comprensible la confianza, porque antes estaba sencillamente enterrada.