La encíclica color esperanza
El documento que el papa Francisco dará a conocer hoy, dedicado a la ecología, ofrecerá una alternativa al materialismo consumista propio del posmodernismo, integrando la dimensión antropológica con la social
Una característica del papa Francisco que imprime un rasgo distintivo a su pontificado es la presentación del mensaje cristiano de modo concreto y encarnado, tanto en la realidad personal como en la social. La perspectiva social adquiere en su magisterio una dimensión muy nítida y significativa.
Esto puede constatarse desde la exhortación programática Evangelii Gaudium, donde al menos dos de sus capítulos están consagrados a esta materia, al punto de que uno de ellos lleva por titulo "La dimensión social de la evangelización". Entonces, el propio autor advirtió que no se trataba de un documento social. Ahora, sin embargo, éste ha llegado, siguiendo una tradición inaugurada por León XIII en su célebre Rerum Novarum.
La nueva encíclica, que hoy será dada a conocer en el Vaticano, fue preanunciada en el mismo nombre del Papa, puesto que Francisco de Asís fue proclamado por Juan Pablo II como el patrono de la ecología en una bula donde menciona el Cántico de las criaturas, cuyas primera palabras dan el nombre a la encíclica, Laudato sii (Alabado seas).
Al elegir llamarse Francisco, Jorge Bergoglio dio toda una definición no sólo respecto de los pobres y el espíritu de paz, humildad y mansedumbre: recordemos que el poverello de Asís -como el propio Papa lo explicó en el despuntar de su pontificado- es también el hombre que ama y custodia la creación.
Ésta es la primera encíclica social dedicada íntegramente a la ecología, un asunto que sus antecesores, a partir de Pablo VI (y podemos mencionar a Pío XII antes que él) habían tratado fragmentariamente. Francisco lo aborda ahora de un modo integral, en un texto unitario y con su personal estilo, pero siguiendo ese mismo camino: tradición e innovación (una cualidad que suele caracterizar a las personalidades más integradas) se podrán conjugar así de un modo admirable en la nueva carta.
Ese enfoque seguramente parta del tratamiento de la cuestión como un problema antropológico y no sólo como un asunto económico, político o ideológico. En esta ardua temática hay quizás escondidos elementos de naturaleza filosófica cuya importancia acaso iguale e incluso supere tópicos como el cambio climático o la desertización.
Desde luego, puede apostarse a que no han de faltar referencias a la cultura del descarte, un concepto recurrente en los textos franciscanos en tanto expresión de un estilo de vida centrado en el consumismo, en la idolatría del mercado y en el despilfarro que caracterizan a las sociedades opulentas.
Si esto es así, pueden preverse tensiones reactivas en el hemisferio norte, especialmente en ambientes económicos (quizá sería mejor decir economicistas) o secularistas (reedición posmoderna del arcaico laicismo) que atribuyen al Papa una pretensión teocrática o un desconocimiento de la economía, olvidando que él no se inmiscuye en eso, sino que hay en su actitud una mirada estrictamente ética y religiosa.
Todos éstos son conceptos siempre presentes en la predicación del Papa y resulta previsible encontrarlos en la encíclica. Tal vez las reacciones que provocan se deban más bien al prejuicio antimetafísico que identifica a gran parte del pensamiento posmoderno, y no sólo a un ramplón hedonismo consumista.
El acento puesto por una carta magna de la ecología en la doctrina social de la Iglesia introduce una nueva perspectiva: la de la naturaleza. El asunto viene a cuento debido a una cierta declinación en el uso de formulaciones que se volvieron ininteligibles para la cultura posmoderna, como la de ley natural. Sin embargo, se trata de categorías que expresan realidades fundamentales de la existencia humana en el mundo, y que la visión de una ecología integral permite redescubrir.
En el nudo de una verdadera guerra cultural de nuestro tiempo se encuentra la discusión entre esencialistas y constructivistas, o naturalistas y contractualistas. Asoma aquí no sólo la controversia generada por la ideología del género, sino también la pretensión transhumanista surgida en los años 80, ahora en expansión, de transformar la condición humana mediante la tecnología.
¿Existe o no una verdadera naturaleza humana, como existe la naturaleza de las realidades creadas? ¿Merecen ser ambas cuidadas o protegidas? ¿Hay derechos que deben reconocerse al hombre en virtud de esa naturaleza o, por el contrario, la naturaleza es una realidad informe e indeterminada, cuya forma depende de un arbitrio? ¿Se puede, en fin, desconocer esas realidades que son dadas al ser humano sin sufrir una consecuencia? Algunos tsunamis materiales y otros morales parecerían certificarlo así.
Un dicho popular que tiene algo de sentencia nos recuerda: Dios perdona siempre, los hombres a veces, la naturaleza nunca. Esto mismo se lo dijo el propio Papa al presidente François Hollande durante una visita protocolar, cuando se estaba discutiendo el aborto en el Parlamento francés.
Algunas de estas cuestiones, seguramente, van a seguir siendo objeto de un arduo debate social. No parece que la encíclica vaya a tener un particular interés en detenerse especialmente en ellas, pero su sola escritura no puede dejar de plantear algo que Juan Pablo II atribuiría a León XIII: Rerum Novarum tuvo un carácter profético porque anunció la inviabilidad del comunismo a causa de su radical error de carácter antropológico.
¿Cuál será el impacto de la nueva encíclica? Habrá que esperar algún tiempo para contestar esta pregunta. Muchas veces los documentos sociales de la Iglesia han tenido un lanzamiento esplendoroso donde todos (o casi todos) aplauden obsequiosamente, pero al día siguiente los mismos aplaudidores se hacen los distraídos.
La encíclica será previsiblemente bien recibida por los movimientos ecologistas, pero no todos. No faltan en ellos inspiraciones neopaganas, como la Hipótesis Gaia, que registra un antecedente en la tradición renacentista recordada entre nosotros por José Enrique Miguens en su último libro. Ella resignifica un hermetismo representativo de una astrología cosmobiológica que veía al mundo como un organismo viviente y animado por potencias superiores que regirían el universo físico y que, en su conjunto, conformarían un sistema unitario y completo. Un cierto panteísmo posmoderno.
Es frecuente que, al escuchar una crítica, uno mire por el rabillo del ojo a su vecino y viceversa. Sólo que esta vez no se trata del sermón dominical. El verde es el color de la esperanza, y ésta no es una encíclica para los católicos solamente: Francisco se convirtió en el papa de la humanidad.
El autor es miembro del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa y profesor de doctrina social de la Iglesia en la Universidad Austral