La elegancia chispeante de Sara Gallardo
Es la temporada en que me tocan las visitas de rutina a los médicos. Este año, tuve suerte. En las salas de espera me acompañó Sara Gallardo o, para ser más preciso, su libro Macaneos (Ediciones Winograd), selección hecha por Lucía de Leone de las columnas que la autora de Enero, Los galgos, los galgos y Eisejuaz, publicó en la revista Confirmado entre 1967 y 1972, durante las presidencias de los generales Onganía, Levingston y Lanusse. Sara obraba el milagro en todos los consultorios: me ponía a leer y me olvidaba de dónde estaba y por qué. Su gracia me convertía en un lector sano y dichoso.
El humor y el ingenio se pueden permitir todo tipo de libertades, hasta en dictadura. El personaje que en esos artículos de Gallardo manifestaba sus opiniones sólo en parte se correspondía con la persona real. Sara se había inventado en esas páginas una criatura literario-periodística que se jactaba de ignorarlo todo, de no interesarse en la vulgar actualidad, además de hacer gala de frívola elegancia en un país enfermo de beatería. Decía Gallardo en una de sus notas: "Mi familia es chic, pero pobre y distraída". La foto de la revista que acompañaba su firma mostraba la cara de una mujer muy atractiva: los pómulos altos, los ojos oscuros y la boca de labios carnosos irradiaban sensualidad, pero también altivez y autoridad, una combinación poco común. Su columna se transformó en una especie de pedestal desde donde emitía juicios sobre moda, cine, literatura, política y costumbres sociales, seguidos por el Tout-Buenos Aires, que todavía existía.
Los textos de Confirmado sólo podían haber sido escritos por una periodista que, además, fuera una escritora de ficción. De la literatura, le venía la imaginación desbordante que convierte cualquier información periodística en un cuento, el oído con que transcribe diálogos o el giro de moda, que dan el tono de una época y retratan tipos sociales. Como ejemplo de irreverencia y de delirio, recomiendo "Yukio Mishima ¿Cacatumi Shiroguti?", que Gallardo escribió cuando se enteró de la muerte del escritor japonés. Éste, tras el fracaso de su golpe de Estado militar, se suicidó con un cuchillo, según el ritual de harakiri, completado de manera chambona por su discípulo Morita que, con un sable, intentó sin éxito decapitar a su maestro. A Sara se le ocurrió trasladar una escena semejante a la Argentina. Hubiera sido magnífico, imagina, que un escritor nacional se asomara a un balcón de la Casa Rosada dando alaridos y se practicara el seppuku. Pero el suicidio de Mishima había sucedido en un cuartel, de modo que era mejor cambiar de escenario. Gallardo recuerda que, pocos días antes, Borges había ido al cuartel de Granaderos en Luis María Campos, acompañado por la escritora Alicia Jurado, para recordar allí las glorias del regimiento sanmartiniano. Dice Gallardo: "¡Qué ocasión para que Alicia Jurado tomara un sable de granaderos y bam!" Sin embargo, Borges no le parece el personaje indicado: muy tímido, poco indicado para las arengas. En cambio, ¡Ernesto Sabato! Parecía nacido para el harakiri. En cuanto al epígono que completaría la ceremonia, la propia Sara se ofrece a cortar la venerada testa, ya que, de muchacha, la habían inscrito en un curso de literatura impartido por el autor de Sobre héroes y tumbas; por lo tanto podía considerarse su discípula.
Un artículo muy hermoso es "Trenes", conmovedor homenaje a los viejos trenes de madera que recorrían el sur del país: los trenes que algún funcionario había puesto a morir en vías abandonadas. Las quejas por el mal servicio de los ferrocarriles en la década de 1970 se parecen a las de hoy; también el lamento por los pueblos, los tambos y las estaciones que habían desaparecido (¡veinte años antes de Menem!). Sin embargo, esos trenes abandonados resultaban inmortales: ni la intemperie, ni el descuido, ni el olvido los podían destruir. Estaban hechos de madera de teck o de teca, dura como una roca. Esa madera de India y de Malasia, nos recuerda Sara, es la que aparece en los libros de Salgari, la que los ingleses imperiales arrancaron de las selvas conquistadas.
Una última cita de Gallardo: "Librarse de un vicio es agradable. Pero reincidir, divino". ¿Hay observación más atinada y saludable?