La elección del futuro
Más allá de las reacciones políticas, ahora la clave está en lo que haga la sociedad con la decisión que ha tomado en las urnas
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Hoy nace una Argentina desconocida. La derrota electoral que ha sufrido el oficialismo genera interrogantes que no tienen respuesta. Los laboratorios de la política, sin embargo, empiezan a imaginar una profunda reconfiguración del mapa de alianzas y partidos, en la que probablemente quede sepultada toda una generación de dirigentes y empiecen a emerger liderazgos y alineamientos nuevos. Son naturales e insoslayables las dudas y las hipótesis sobre las reacciones del sistema político a partir de hoy. Pero tal vez el mayor desafío esté en la reacción de la sociedad. ¿Seremos capaces de construir una Argentina que invite a nuestros hijos a quedarse? ¿Podremos forjar un futuro en el que emigrar o resignarse no sean destinos inexorables? Ayer no solo votamos diputados o senadores: votamos por un país que ahora nos toca construir.
Pocas veces, después del 2001, el futuro había quedado envuelto en una neblina tan espesa. Pocas veces el ánimo colectivo había expresado tanto escepticismo y tanta angustia. Frente a esa coyuntura, será fundamental el rol que juegue la dirigencia –más allá, incluso, de la política- pero también el que asuma la propia sociedad. La Argentina debe trazar un nuevo rumbo y reconstruir una esperanza. Es un desafío demasiado trascendente como para dejarlo solo en manos de los políticos. Por eso, la pregunta que quizá debamos hacernos es qué hacemos nosotros mismos –la sociedad argentina- con el resultado electoral de ayer; qué compromiso asumimos a partir de ahora; qué papel jugamos como ciudadanos. Tal vez debamos decirnos a nosotros mismos aquello que les dijo Kennedy a los norteamericanos: “No se pregunten qué puede hacer Estados Unidos por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por los Estados Unidos”. Sería lo mismo que preguntarnos qué podemos hacer nosotros por nosotros mismos pero, sobre todo, por el país de nuestros hijos.
La contundencia del resultado nacional implica, por supuesto, un reproche al poder. Pero también implica la elección de determinados valores. ¿Estaremos dispuestos a ser consecuentes con esa elección? Quizá en la respuesta a esa pregunta resida la posibilidad de construir un futuro más estimulante.
Ayer se votó en contra de los relatos huecos de la política; se votó en contra de los discursos facilistas, alejados de la producción, del esfuerzo y del trabajo. Se votó en contra de una retórica que exalta al Estado mientras destruye la escuela pública y se desentiende de la seguridad. Ayer ganó la dignidad ciudadana y salió derrotada la subestimación perversa que implicó el “plan platita”. Perdió la concepción que estigmatiza al adversario como “odiador del país” y fogonea la dialéctica del “amigo-enemigo”. Perdieron el “patoterismo de Estado”, la idea del poder como privilegio y la pretensión de subordinar a la Justicia. Perdió la ideología del “pobrismo”, del resentimiento y del prejuicio contra la clase media. Perdió la demagogia que trata a los jóvenes con una jerga impostada. También perdió la simpatía por regímenes totalitarios y la retórica inflamada que acentúa nuestro aislamiento internacional.
Ayer no solo perdió un gobierno y una fuerza política; perdió una concepción del poder. Las urnas han marcado una escala de valores y han alumbrado a la vez una esperanza: no fue un voto de indignación (aunque haya estado teñido de enojos y desencantos) ni un reclamo para “que se vayan todos”. Tampoco fue una elección cargada de entusiasmo; mucho menos un cheque en blanco para la oposición. El mensaje electoral incluye síntomas de aprendizaje y de madurez ciudadana. Por eso, el verdadero desafío hacia el futuro tal vez pase por una sociedad que sea fiel a su propia decisión y a un rumbo que la mayoría ha marcado para la dirigencia, pero también para sí misma.
Las sociedades más avanzadas –las que han consolidado verdaderas democracias y han sabido prosperar- pueden oscilar entre coaliciones más inclinadas a la derecha o a la izquierda, y entre liderazgos más rupturistas o más conservadores, pero sostienen una escala de valores. Son sociedades que han construido consensos fundamentales en torno a la ley, a la libertad, a los premios y castigos, a la ética pública y ciudadana. Son sociedades que distinguen el bien del mal, en las que no da lo mismo esforzarse y trabajar que hacer trampa y buscar atajos. Son sociedades en las que, de uno u otro lado, saben que el Estado somos todos y no es un barril sin fondo; donde las reglas se cumplen y las deudas se honran. Son sociedades donde el poder rinde cuentas y donde la Justicia no se bambolea según los vientos de la época. También son sociedades que han sabido asumir sacrificios y han proyectado a largo plazo.
Para la Argentina que viene, será fundamental que todo el arco político sea capaz de decodificar el mensaje ciudadano con generosas dosis de humildad, de responsabilidad y de autocrítica. Pero también será fundamental que la sociedad sea consecuente con su propia elección. El país está sumergido en la profundidad de una crisis que registra pocos precedentes. Casi la mitad de la población está hundida en la pobreza y la otra mitad en la desesperanza. Construir un horizonte distinto es un desafío del que debemos hacernos cargo. Desde ya que no todas las responsabilidades son iguales. Muchos, además, tienen razones fundadas para el escepticismo y el hartazgo. No hay sociedades, sin embargo, a las que las haya salvado un Mesías. Se necesitan liderazgos, por supuesto, pero también el esfuerzo, el compromiso y la ética de una ciudadanía dispuesta a construir un futuro para sí y para sus hijos. Ayer trazamos un rumbo. ¿Seremos capaces de seguirlo?