La ejemplaridad ausente
Mi primer trabajo, con 16 años, despachando correspondencia en una semillera internacional, me puso un día frente al presidente del directorio, quien me dio tres sobres para enviar por vía aérea a EEUU. Me pidió que calculara el costo del franqueo y me dejó ese importe para reponer en la caja. “Se trata de correo personal, no de la compañía”, explicó. Ese episodio fue mi debut con la ejemplaridad en el ámbito profesional. Y jamás me abandonó. Nuestros actos hablan de nosotros. Nuestras omisiones también. Con buenos o malos ejemplos. Los buenos suelen ofrecernos no solo señales de confianza sobre sus protagonistas, sino también opciones de prototipos morales dignos de imitar. De ejemplaridad.
Así como nuestros comportamientos son los que educan a nuestros hijos –lo que los niños ven, los niños hacen–, las actitudes ejemplares invitan a iluminar hábitos de convivencia mucho más equitativos, amorosos. Y estimulan la construcción de una conciencia crítica más equilibrada y responsable, en armonía con el espíritu de cada colectividad, para que sirva de fundamento a la costumbre y al sentido común. Como soporte de una cierta manera de vivir en sociedad y de superar los desacuerdos desde paradigmas de justicia en los que honestidad, respeto y solidaridad sean valores compartidos.
Sin embargo, cuando la ejemplaridad se pone en juego en los máximos rangos del ejercicio de la política, su valoración suele subir de categoría y enfatizar la trascendencia del mandato cívico votado por la ciudadanía. Y es entonces cuando las instituciones de la democracia necesitan elevar el nivel, el sentido y la exigencia de la ejemplaridad en acción y de los sistemas de control que ayuden a asegurarla. Porque frente a las amenazas de las patologías degenerativas del poder en el mundo, solo cabe redoblar el reclamo para que, quienes lo ejerzan, estén a la altura de las expectativas de nobleza en ellos depositadas. Y se responsabilicen por sus actos y estilos de gobernanza, sin traicionar sus compromisos y ajustados a la ley, tanto como a principios de ética e integridad que garanticen la máxima ejemplaridad. En lo público y en lo privado.
Lo que haga un presidente, sostenido por dineros públicos y un crédito a plazo de confianza ciudadana, se convierte en una señal capaz de gravitar en la cultura, en las conductas y en el destino de quienes se harán cargo del costo de sus errores. Algo que seguirá ocurriendo, con sus secuelas de pobreza, desempleo, incompetencias o corrupción, mientras los funcionarios no se topen con diques que, desde el reclamo popular, controlen y sancionen sus infracciones o sus manejos bochornosos para que la justicia les ayude a zafar de rendir cuentas ante la república. Las elecciones se ganan en las urnas, pero se legitiman, cada día, en los actos de gobierno.
Una dirigencia política floja de profesionalismo para la gestión, o incapaz de liderar acuerdos estratégicos, o escasa de ejemplaridad, integridad y compromiso ético, empuja a las democracias a la pendiente de su propia decadencia. Y cuando éste es el paisaje, la ejemplaridad pública no admite ser resignada. Jamás.